COLUMNA: NUNCA VOY A BRILLAR EN SOCIEDAD
POR MAJO DELGADILLO
Como ya se imaginarán, este texto se trata sobre cocinar. Se trata también sobre cocinar como una herramienta de resistencia, de cariño, de cuidado y de meditación. ¿Se acuerdan de esos tuits de «…a ver cómo afecta eso mi escritura»? Esta columna va también de eso, de cocinar y de cómo afecta eso mi escritura. Voy a empezar por el lugar más común y obvio: yo sé que esa cita la conocemos y nos la han recetado (jiji) varias veces pero, por si acaso, Sor Juana cierra con la certeza de que si el filósofo se hubiera metido en la cocina «…mucho más hubiera escrito». Yo no tengo idea de qué tanto haya cocinado Aristóteles (disculpen la ignorancia). Según mis fuentes (el internet) parece que estaba clavado con la noción de la transformación del alimento y de los distintos elementos que lo componen dentro del cuerpo, y en la diferencia entre alimento y alimentación, acto y posibilidad y todo eso. Pero de sus guisos, nada. Sin embargo, hay una cosa que sí tengo clara, y esa cosa es que a Sor Juana quiero hacerle caso casi siempre, aún tres siglos y cachito después.
Entonces va, Sorjuani, en ti y en tu sabiduría frente al comal pongo estas letras.
Desde el mes pasado declaramos que, entre nosotres, ya no hay pudor. Y, la verdad, este espacio no sería lo que es si no hay, cuando menos, una confesión. Entonces, confieso que mi único ejercicio de meditación y de encuentro conmigo misma últimamente es la cocina. De lunes a viernes me paso entre dos y tres horas diarias en la cocina. Son esas horas, en el espacio siempre caótico entre harina, verduras, tablas de picar y especias, los momentos que más disfruto del día. Los que más espero. Uno de mis espacios mentales más habitados es en el que hago las ecuaciones necesarias para saber qué combina con qué, cómo amarrar el sabor de cada cosa (romero y huevo, leche de coco y miel de maple, vodka y salsa de tomate). Soy pésima para seguir recetas porque, por un lado, soy pésima para seguir instrucciones y tengo problemas con la autoridad y, por el otro, ¿han leído una receta de cocina? ¿Hay acaso lenguaje más críptico, cerrado y místico que el de los recetarios?
Pero, a pesar de todo, inventar y probar siguen siendo mis pasos favoritos en la cocina. Quizá es en ese proceso donde, más que nunca, he entendido esa famosísima frase de Samuel Beckett sobre fracasar, tratar de nuevo y fracasar mejor. En ese sentido, más que nada antes, cocinar me ha enseñado a fracasar mejor y a seguir fracasando.
Si pudiera viajar al pasado y le dijera a mi yo adolescente que, en unos diez años, lo que más va a disfrutar del día son las dos o tres horas que se pasa en la cocina cocinándole a su pareja y amigos, mi yo adolescente se reiría en mi cara, me correría de donde fuera que estuviéramos sentadas y se seguiría riendo mientras yo me alejo de ella derrotada por mi propia terquedad. Hace diez años, hace quince, cuando por primera vez me asomaba apenas a lo que sería mi posición política, tenía la noción de que cualquier acto considerado históricamente «femenino» era mi enemigo. Nada de tacones, nada de maquillaje, nada de hijos, de cocina, de cuidados, de matrimonio, ni de ternura.
No sé si esto les pase a todas las personas que pasan por procesos de descubrir sus posiciones políticas, en un mundo en donde la ley está establecida por el patriarcado, el sexismo y el racismo, y sus muchas subsecuentes e intrincadas redes de odio y disciplina. Puedo hablar de mí y de mi proceso, y de cómo la noción de pasar tiempo en espacios a los que me sentía «condenada» por el hecho de identificarme como una mujer cisgénero me parecía la peor posibilidad para mi vida. Puedo contarles que a los 18 y 19 estaba segura de que no tenía el menor interés de participar en redes de apoyo y ternura que estuvieran construidas desde nociones de femineidad. Yo quería ser fuerte y quería estar liberada. Siguiendo con el tema de las monjas, y porque crecí rodeada de ellas, yo quería que nada me turbara, que nada me espantara. A esa edad me sentía lista para dejar atrás mis lazos familiares y afectivos en la búsqueda de mi propio éxito. De nuevo, no sé si esto sea algo que le ocurra a otras personas, pero yo, que sentía que sólo tenía como ejemplos de lo que quería ser a mujeres valientes y radicales, me encontré de pronto menospreciando a mi madre, a mi abuela y a todas las mujeres que procuraban cuidado desde sus trabajos y desde lo doméstico. Actividades como cocinar, hornear limpiar, bordar, estar en casa y hacer casa me parecían aburridas y aberrantes. En resumidas cuentas, hace unos quince años yo entendía el feminismo como una plataforma para ser mucho más Aristóteles y mucho menos Sor Juana.
Pero han pasado diez años. O tal vez han pasado ya quince. O más. Y ahora cuando pienso en mi posición política me siento más centrada y aferrada a las redes de cariño que a la noción de éxito. Ahora, cuando me lo pregunto a mí misma, me parece más importante vengarme desde el amor que desde un espacio en el que mi éxito sería un éxito de la explotación y del capital. Ahora me paso tres horas en la cocina, a veces incluso más, buscando amarrar combinaciones de sabores nuevas que sean como un abrazo. Me importa cuidar y me importa el placer como métodos de resistencia. Y a las mujeres valientes y radicales que admiraba se les suman filas y filas de mujeres que han podido tomar decisiones desde la construcción de su propia femineidad. Y lo mejor es que, creo, el éxito ya no lo mido solamente en ser menos lo que me «condena» de ser mujer. Ya no es ser más como lo que supone ser poderosa, sino ser más desde el cariño y el acompañamiento.
Y, ¿cómo afecta esto mi escritura? Bueno, a veces para bien y a veces para mal. A veces me ayuda a moverme, a escuchar a los personajes, a plantear nuevas cosas. Inventar algo siempre lleva a que otras cosas se muevan, según yo. Algunas otras, cocinar se vuelve mi escape hacia la procrastinación porque… ¿por qué escribir una novela cuando hay tantos panes que se podrían hornear? Pero aún ahí, aún en esos días, cocinar me regresa a un centro de mí misma desde donde puedo volverme a hacer las preguntas difíciles. Me da un espacio de silencio desde el cual puedo escucharme, conversar conmigo misma, abrazarme y, además, hacer algo que me abraza a mí y a otros. Finalmente, en un trabajo como escribir o como la docencia, donde los resultados pueden parecer tan efímeros y volátiles, cocinar me retribuye con algo tangible que, en los peores días de mi salud mental, me recuerda mi capacidad de crear algo hermoso de la nada (y eso, diría Theodore Adorno, es lo que hace a la fantasía una herramienta política).
Entonces, si alguien tiene ideas nuevas, quiere mandarme un termómetro de horno (me hace mucha falta), el libro de recetas de Sor Juana, o le gustaría intercambiar tips para hornear mejor, combinar especias o hacer platos vegetarianos (soy una falsa vegetariana) no dude en escribirme, por favor.
¡Ah! Y, por si acaso, no sé si he escrito más en cantidad, pero sí sé que, desde que comencé a cocinar he escrito mucho mejor, entonces… Sor Juana 1 – Aristóteles 0.
Fotografía Chinh Le Duc | Unsplash