Torturas infernales, orgasmos perfectos

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Columna: Dijo nunca nadie
por manuel fons


Experimentos sumatorios

Recuerdo un compañero de la secundaria que se había propuesto realizar la mayor cantidad de porquerías simultáneas. Un día nos presumió que la noche anterior, mientras orinaba, sintió el impulso de tirarse un pedo y aprovechó para escupir. Ese era su récord hasta el momento, pero no se conformaba con esa gloria efímera, estaba ideando cómo sumar una porquería cuando su cuerpo le ofreciera una nueva oportunidad, por ejemplo, sacándose un moco. Ignoro qué tan lejos llevó su proyecto porque lo dejé de ver desde entonces, no supe si se reformó o ahora está planeando un ciempiés humano, pero recién lo recordé porque pienso que todos hemos tenido esa curiosidad sumatoria, si no en el campo de la escatología, sí en la cocina, la pintura, la música y, sobre todo, en el placer.

¿Quién no ha hecho el experimento de sumar placeres con la esperanza de que unos enriquezcan a otros y se formen acordes como en la música y la pintura, combinando alimentos, fragancias, sexo, drogas?… (me limito a dolores y placeres físicos para eludir otras honduras). Muchos lo hemos intentado con la expectativa de que, por ejemplo, la suma de tres placeres triplique el placer, pero tarde o temprano nos damos cuenta de que hay fugas, pues si bien tres placeres simultáneos se sienten más que uno, el resultado no es una suma perfecta, a partir de cierto punto ya no hay mejoría, sin importar lo que agreguemos. En cambio, para procesar el dolor, nuestro cerebro muestra una sensibilidad prodigiosa; aunque duela mucho aplastarse un dedo del pie o ser torturado por un dentista, siempre hay experiencias más intensas. Aun considerando que el umbral del dolor de cada persona es distinto, los límites generales son amplios y misteriosos como la serie de los números primos. Por eso, desde hace años me intriga la frase que Borges atribuyó a Macedonio Fernández: «En un mundo en que los placeres son de juguetería, los dolores no pueden ser de herrería».

Dolores

Es fácil que olvidemos cualquier parte de un libro, pero las escenas de dolor las sentimos con tal intensidad que suelen ser inolvidables. Yo recuerdo muy bien cuando Raskolnikov le parte con un hacha el craneo a la anciana usurera y la tajada con la que Patrick Bateman le vacía el ojo a un limosnero neoyorquino; recuerdo las amenazantes oscilaciones del péndulo en el cuento de Poe y la descripción del funcionario ladrón al que le trituran la mano con una licuadora en el libro Confesión de un sicario… y, como si hubiera estado ahí, tengo acuñado en la memoria el inicio del libro Vigilar y castigar, donde Michel Foucault describe, a partir de las crónicas de algunos testigos, cómo las autoridades parisinas del Siglo de las luces castigaron a un tal Damiens por el delito de regicidio:

El prisionero fue conducido desnudo sobre una carreta hasta un cadalso en la plaza de Grève. En la mano, previamente quemada con azufre, sostenía el cuchillo del delito. Uno de los verdugos le atenazó las pantorrillas, los muslos, los brazos y las tetillas; tuvo que tirar y retorcer varias veces para arrancarle los trozos de carne. Damiens, que era un conocido blasfemo, gritaba, pero no maldecía. El verdugo tomó una cuchara de hierro hirviendo y se la vertió en cada llaga. Luego le ataron las extremidades para que unos caballos pudieran jalarlas. El escribano se acercó al reo para preguntarle si tenía algo que decir, pero éste sólo gritaba: «Dios mío, ten piedad de mí; Jesús, socórreme» y besaba un crucifijo cuando se lo acercaban. Los cuatro caballos tiraron durante quince minutos hasta romperle los brazos por las coyunturas, pero ni sumando otros dos caballos se logró el objetivo. El verdugo Samson preguntó a la autoridad si prefería que lo cortara en pedazos. La indicación fue intentarlo de nuevo, pero los animales tiraban, aflojaban y el preso caía. Cuando los confesores se acercaron, Damien pidió que lo besaran y rogó que rezaran por él en la primera misa. Tras varios intentos, el verdugo Samson y el que lo atenazó le cercenaron los muslos casi hasta el hueso; entonces los caballos tirarron y le desprendieron, primero los muslos, luego los brazos. Uno de los oficiales contó después que cuando levantaron el tronco para arrojarlo a la hoguera aún estaba vivo. Tardaron cuatro horas en quemarse el tronco y las extremidades.

Placeres

En el otro polo del dolor, la literatura nos ofrece una gran variedad como palacios, jardines, vinos, frutas, figuras sensuales, perfumes, drogas… Recuerdo los bifes de chorizo en Rayuela; el maravilloso bloque de hielo en Cien años de soledad; la bella Beatrice Rappaccini en su jardín paduano, en el cuento de Hawthorne… de una manera muy vívida recuerdo el perfume que crea Jean Grenouille para el viejo perfumero Baldini y la reacción de este al olerlo por primera vez:

La fragancia era tan maravillosamente buena que a Baldini se le anegaron de repente los ojos en lágrimas […] En comparación con Amor y Psique era una sinfonía comparada con el rasgueo solitario de un violín. Y mucho más, Baldini cerró los ojos y evocó los recuerdos más sublimes. Se vio a sí mismo de joven paseando por jardines napolitanos al atardecer; se vio en los brazos de una mujer de cabellera negra y vislumbró la silueta de un ramo de rosas en el alféizar de la ventana, acariciado por el viento nocturno; oyó cantar a una bandada de pájaros y la música lejana de una taberna de puerto; oyó un susurro muy cerca de su oído, oyó un “Te amo” y sintió que los cabellos se le erizaban de placer, ¡ahora, ahora, en este instante! Abrió los ojos y gimió de gozo[1].

En el plano erótico recuerdo que me excitaron el cuento de «Meter el diablo en el infierno» de Boccaccio y algunos otros de Anaïs Nin, Bukowski, Sade… pero me produjo una mayor impresión mnésica el inicio de La Historia del ojo:

Hacia muchísimo calor. Simone colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.

Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne «rosa y negra» que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado.

Termostato sensorial

De ninguna manera desdeñaría esos y otros placeres, pues son lo mejor que tenemos, suscribo la frase de Woody Allen de que aún el peor de sus orgasmos fue perfecto, pero comparado con los dolores posibles, me parece una estafa; el lado B de la frase podría ser que, aún la tortura más mediocre, es infernal. Si los ejemplos referidos no bastaran para refutar a Macedonio, imagina que cualquiera de los objetos que tienes a la mano se pudiera usar para tu placer o dolor: en cuanto al placer no pasarías de una experiencia froteurista u onanista, pero aun el psicópata más lerdo te podría provocar tormentos insufribles con el mismo objeto. Es una asimetría criminal. Ningún hielo, ningún perfume, ningún bife de chorizo argentino, ninguna Beatrice virginal, ningún viaje de heroína valdrían experimentar el dolor de la vieja usurera, del vagabundo, del funcionario, de Damiens; no hay gozo que pueda compensar tanto sufrimiento. Así pues, la frase de Macedonio es ingeniosa, pero de una falsedad grosera. Creo que a esto se refería Schopenhauer cuando dijo que Dante pintó un gran Infierno, pero tuvo grandes dificultades para representar el Paraíso, pues en el mundo tenía un excelente modelo para el primero, pero no para el segundo.

Pienso también en un ejemplo de la naturaleza donde un gran dolor y un gran placer se suceden en el mismo evento: el apareamiento de la mantis religiosa. Las cámaras de National Geographic y Discovery Channel, antes de los programas de carros tuneados, nos mostraron en primeros planos y planos detalle cómo la hembra se traga vivo al macho después de la cópula. Visto desde una ángulo antropomórfico (pues la sensibilidad de los invertebrados aún se debate), es claro que el macho pasa de un placer de juguetería a un dolor de herrería. Si eso nos ocurriera a los humanos (no es imposible), se tendrían que hacer ajustes críticos en nuestro «termostato sensorial» para que las experiencias fueran simétricas: reducir mucho el dolor o aumentar mucho el placer. En el primer caso, ser devorado vivo sería una sensación tan tolerable que podríamos fumarnos un cigarro mientras se completa; en el segundo, la cópula sería tan extática que el orgasmo nos mataría de placer. Cualquiera de los dos ajustes, sería la obra de un creador misericordioso, pero, por desgracia, es mero experimento mental; a juzgar por nuestra calibración del dolor y el placer, parece como si nos hubiera diseñado Vlad el Empalador.


[1] Comparar este fragmento con la reacción de Gusteau en Ratatouille y con la magdalena de Proust [guiño].


Fotografía Serge Kutuzov / Unsplash

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