POR ABRIL POSAS
Los que se quejan de las adaptaciones literarias que de pronto vemos en el cine o en series solo porque existen (sorry, Alan Moore), se les olvida que a veces son buenos promotores de la lectura. Por ejemplo, pregúntele a Walter Tevis qué tal se vende su novela Gambito de dama gracias al éxito que tuvo en Netflix. Por la vida que se les da en la pantalla (para bien o para mal) muchos conocemos otras obras o revisitamos una historia que ya conocíamos.
Eso me pasó con The haunting of Bly Manor y «Otra vuelta de tuerca», de Henry James. En cuanto terminé el maratón de la serie, corrí al librero con un entusiasmo renovado por la historia de fantasmas, buscando mi ejemplar, uno que compré cuando me sentía pudiente: edición de Siruela, aunque enfocado a las escuelas. Al final del relato, se comparten algunas preguntas pertinentes para que los profesores animen a un análisis posterior, en aquellas épocas en que los estudiantes sabían lo que eran las clases presenciales, leer libros, fuentes bibliográficas o el respeto a sus mayores. Qué tiempos.
Y me di cuenta de que, cuando hice la primera lectura del libro, subrayé algunas frases y pasajes con lápiz todavía visible. Eso me hizo recordar los comentarios que otros amigos y amigas lectores han hecho en contra de esta noble actividad: rayar los libros. Los argumentos en contra van, casi siempre, camino a la importancia sacra del ejemplar, de lo impolutas que deberían quedar sus páginas antes, durante y después de que una persona las ha repasado.
A las personas que dicen eso me da vergüenza contarles de mi primer gato, Kaspar, y su afición a orinar los libros que estaban guardados en cajas de una mudanza que tardó meses en desempacarse, o los que ponía en el anaquel más cercano al piso. Si supieran que varios de mis volúmenes de Mafalda tienen intervenciones de mi autoría, monos de ojos enormes y extremidades desproporcionadas (los brazos y las piernas, quietos, malpensados)… quizá ya lo sabían y por eso varios (varios: uno) de ellos ya no me dirigen la palabra.
¿Por qué le tienen tanto miedo a las líneas resaltadas con lo que haya disponible (un autor contemporáneo se jacta de sus separadores de libro, como si el resto de la humanidad no supiéramos que todo lo que cabe entre una página y otra es, en realidad, un separador de libro en potencia, llámese recibo, toalla femenina, cabello, encendedor, sábana y hasta la esquina de la propia página), como un labial, el esmalte de las uñas que también es crayola, lágrimas, sangre de un piquete de mosco, fe en que recordaremos lo que nos conmovió o sorprendió? Esta última la más inservible de todas porque, ¿quién puede confiar tanto en que lo tendremos presente para el resto de nuestras vidas?, y, sin embargo, la que desearían que aplicáramos todos porque qué asco romper la armonía de una caja de texto con una consecución de puntos.
Podría decirles que, en esta segunda visita a James, me sentí muy agradecida con la Abril de mi pasado, esa que en el fondo no aseguraba que la Abril de hoy, más vieja, seguiría con vida. A medida que avanzaba en la narración noté que la frecuencia de los pasajes señalados se hacía menor, y que me dediqué a marcar aquellos en donde avanzaba realmente el conflicto o que indicaba un descubrimiento importante en lo que la institutriz aprendía de los niños y sus antiguos cuidadores. Abril Joven quiso advertirme: este cuento se convertirá en un aburrimiento recargado en imágenes rimbombantes, prejuicios de clase y religiosos que te van a trabar los ojos cuando los pongas en blanco, así que aquí están las partes que debes saber por si olvidas qué pasa.
Al regresar a mi «Otra vuelta de tuerca» rayado tuve una breve conversación con esa persona que fui alguna vez, y que sí, ya está muerta porque hoy soy diferente (ganaste esta vez, Abril Joven). Una conversación que podríamos compartir con personas desconocidas (o que creemos conocer) que luego venden sus libros a una tienda de segunda mano y dejan ahí, sin pena, lo que pensaron de lo que, a su vez, otra gente pensó y usó para construir una historia, un poema, un ensayo, una obra de teatro, una diatriba de superación personal creada para vender en serie y hacerse millonario.
Tal vez a lo que le temen, aquellos que no se permiten ser libres ni con sus propias lecturas, es que otro los descubra y se burle porque no piensan igual, o porque no entendieron en esa ocasión el mensaje verdadero que intentó compartir el autor (¿alguien realmente lo entiende?). O son como los que ocultan sus fotos de la secundaria, cuando eran torpes, con extremidades desproporcionadas (de nuevo: brazos y piernas), acné brilloso y ropa de una época a la que no desean volver, que prefieren olvidar esa incomodidad y sensación de extrañeza tan dolorosa. Quizá, al contrario, se sienten tan orgullosos y tan en lo cierto en lo que comprenden mientras leen, que se imaginan que los demás quieren obligarlos a una conclusión ajena, promiscua, incorrecta, estúpida, obvia.
Quién sabe, porque además no les gusta explicarse mucho en este tema. Y seguro no lo hacen pues la respuesta es menos complicada. En realidad simplemente son un montón de Ned Flanders, bigotones y frustadirijillos, que van a terapia de pareja porque su mayor problema con el cónyuge es que, maldita sea, subrayan pasajes en SU biblia cuando no encuentran la que les pertenece. La culpa de ese comportamiento, ya todos los sabemos, es haber crecido con padres beatniks. No existe cura.
Aun así, les deseo que encuentren mecanismo para que lo superen pronto y que, no muy adelante en el futuro, sus libros se conviertan en ese caleidoscopio de reflexiones, líneas de colores, etiquetas y conversaciones varias que les recuerden que un libro, a pesar de que se revisite por
—teóricamente— el mismo lector, no es nunca el mismo libro ni uno es el mismo lector cada vez que lo abrimos.
Fotografía Alfons Morales / Unsplash