POR JAMES NUÑO
Cuando de niño me preguntaban qué quería ser de grande, mis respuestas oscilaban entre actor de Hollywood, estrella de rock, programador de videojuegos y maestro ninja. Si en ese entonces hubiesen existido los youtubers o los gamers, seguramente ésas habrían sido mis respuestas.
Ser influencer (en YouTube, en Instagram, en Twich, o en la plataforma del momento) es el nuevo sueño americano. Y mexicano. Y japonés. ¡Vaya!, es el nuevo sueño: ya no hay que responderle a un jefe neurótico, ni combinar zapatos con cinturón, ni checar tarjeta, ni cooperar para el pastel y la Coca-Cola —manjar oficinesco— cuando es el cumpleaños del de Sistemas. Basta con tener un equipo de grabación medianamente decente y una conexión a internet para aspirar a una entrada de dinero cinco o diez o veinte veces de lo que haríamos en el godinato. No obstante, estos afortunados, aunque abundantes, son un porcentaje mínimo del total de gente que a diario sube fotos y videos a la red con la esperanza de formar parte de esta élite o, al menos, de conseguir una cantidad generosa de likes y followers que den sentido a esta insípida existencia a la que hemos sido arrojados.
A mis casi treinta y siete años, el camino del streamer es uno que ya no puedo —ni quiero— recorrer. No se trata de un rancio prejuicio malsano. O, al menos, eso creo. Se debe, entre otras cosas, más a una mojigatería y pudor propios que me hacen huir de toda forma de registro multimedia: me trabo cuando tengo una cámara enfrente; mis gestos a cuadro son por demás grotescos, y mi voz es tan molesta que bien podría dedicarme a comprar colchones, tambores, refrigeradores, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que venda. Además, creo que no hay mucho que pueda aportar: la última consola que jugué fue el Super Nintendo; mis días transcurren entre la computadora y la cama, y mi panza es más bien un obstáculo para abrir mi OnlyFans. Así, lo que me queda es seguir por el sendero que, para bien o para mal, elegí hace más de una década: la escritura.
Si en aquellos años mozos me hubiesen planteado la posibilidad de ser escritor, hubiera respondido: «Por supuesto que no, ¿por qué haría eso?, ¿por qué alguien haría eso?». La verdad es que, a pesar del centenar de libros en la casa paterna, no tomé cariño por la lectura sino hasta la preparatoria. Por ello, aunque la palabra «escritor» sonaba importante o, al menos, prestigioso, no sabía muy bien de qué iba el asunto. Ahora, treinta años después, el término aún me resulta problemático. ¿Qué es un escritor? ¿El que estrena libro año con año?, ¿el que publicó un poemario en 1994 y desapareció de la escena?, ¿el que alimenta su blog cada tres meses?, ¿el que vive de lo que escribe?, ¿el que ya tiene la novela del siglo en la cabeza y sólo le hace falta pasarla al papel?
Aún cuando no haya un consenso al respecto, y a pesar de la creciente lista de peros que el oficio acarrea (la cultura no es negocio, nadie compra ni lee libros, la industria editorial está en crisis…), por alguna razón un aura mística envuelve a quien se (le) llama «escritor». Me ha tocado escuchar que amigos y familiares dicen estar muy orgullosos de conocer a un escritor, aunque nunca me hayan leído ni les interese hacerlo. Alguna vez un tío me llamó intelectual. Pobre, no sabe que paso la mitad del día viendo memes. Pero cuando lectores desconocidos te tiran dos o tres elogios o un portal web más o menos prestigioso te publica un cuento o instituciones te invitan a las ferias del libro o escuelas a dar charlas y conferencias, uno se pone insoportable: ¡ya soy alguien respetable!, queremos gritar.
Quizá por ello, y gracias a las redes sociales, da la impresión de que los escritores abundan. Los hay de todos: jóvenes, viejos, en ciernes, en auge, en potencia, narradores rulfianos, poetas de frases motivacionales, filósofos de calendario en cremería, ganadores de juegos florales, los que son amigos de todos, los que no quieren a nadie… La competencia está dura y se nota en las publicaciones de Twitter y Facebook: la Revista Equis acaba de publicar uno de mis textos; el próximo mes estaré en el Encuentro de Escritores Mundial del Municipio de Salto de Rana, Jalisco; compren mi libro, ya casi se acaba (no es cierto/sí es cierto); se vienen cosas nuevas… Es un gran escaparate, si me lo preguntan, y uno tiene que hacer lo suyo si se quiere ser tomado en cuenta.
Pero esta promoción puede rayar en lo patológico cuando se busca sólo el reconocimiento y la ilusoria fama que provee la internet. Hace unos meses una autora, sin libro y con apenas dos o tres textos breves publicados en blogs, denunciaba indignada su exclusión de la lista de escritores actuales de su estado. Sé de varios que, a falta de una obra relevante, prefieren ser «polémicos e incendiarios» y escupir veneno a la menor provocación. Hay otros que a diario maldicen a las editoriales chicas, medianas y grandes porque sólo publican a los de siempre y a sus amigos, y no a genios como ellos y su gente cercana. Y hasta existen quienes manipulan, como hacker de los noventa, las estadísticas de los sitios web para superar en vistas y ventas al mismísimo JRR Tolkien.
Un par de años atrás, se compiló un catálogo de escritores jaliscienses. Me llamaron la atención un par de cosas: primero, no encontrar ciertos nombres que, por su carrera y relevancia, cualquiera que esté mínimamente enterado mencionaría sin chistar; y segundo, que no tenía ni idea de quiénes eran más de la mitad de los enlistados. Eso, lo admito, puede ser resultado de mi ignorancia, pero la pregunta vuelve a surgir: ¿qué es un escritor? Es difícil resistirse a la posibilidad de la fama y el reconocimiento en cualquier ámbito pero, creo, lo es aun más en el de la cultura, las artes y el entretenimiento. Yo, por ejemplo, a lo largo de los años, he fluctuado entre las publicaciones afectadas, los chistoretes de papá y el franco silencio misterioso. En lo que se refiere a mi trabajo, es decir, mi novela cuya segunda edición salió el año pasado, he compartido entrevistas, reseñas y memes como una descarada estrategia de promoción. Pero el tiempo avanza y varios me han preguntado «¿Y la siguiente para cuándo?». Yo respondo, abochornado, que pronto. Y ésa, además del recato, es otra de las razones por las cuales jamás podría ser un influencer: la vorágine virtual obliga al creador a producir contenidos de manera constante, casi a diario, y yo, disperso y talegón de nacimiento, me tomo las cosas con mucha calma; quizá demasiada. Mientras, en lo que llega el próximo libro, hagan el favor de seguirme en mis redes. En una de esas consigo tantos followers que termino nominado como El Escritor Más Influyente del Año.
Fotografía Marvin Meyer / Unsplash