POR MARCO ISLAS ESPINOSA
La primera vez que escuché sobre los pueblos originarios de América Latina no fue en la escuela ni en un documental, o de la boca de un erudito que me introdujera a la existencia de otras cultura, fue gracias al «Perro» Bermúdez.
Era el verano de 1993 y la selección mexicana jugaba por primera vez la Copa América. El torneo se jugó en Ecuador y El Tri llegó a la final contra Argentina. Fue un verano inolvidable del cual no recuerdo ni tareas, ni deberes, sólo esa emoción de sentarse frente a la televisión para presenciar una épica de 90 minutos. Yo tenía 11 años y el deseo de ser futbolista. Hoy ese mundo ya no existe, pero aún recuerdo las emociones de aquel verano como una de las experiencias más verdaderas que he vivido.
Ese año, además, descubrí palabras que terminarían definiendo mi vida mucho más de lo que yo podría haber sospechado aquel verano. Para mí, el lenguaje del futbol era como una segunda lengua. Términos como pressing, stopper, corner, offside, medio escudo o líbero, eran tan comunes como para otros niños lo eran los tiempos gramaticales o las reglas de acentuación.
Ese verano aprendí que los argentinos son medio italianos, que los peruanos son incas, los uruguayos charrúas y que los brasileños pueden ser amazónicos, cariocas o paulistas. Y que para el resto de América los mexicanos somos aztecas, aunque acá seamos de otras muchas tribus.
Gracias al «Perro» Bermúdez aprendí también que de argentina es el tango, de Perú la chicha, de Brasil la samba, de Colombia el vallenato, y que a todos nos hermana el bolero. No miento cuando digo que el inventor del «Tirititito» y el «Vames muchaches» es el responsable de que le comenzara a ver las limitaciones a mis libros de historia. Porque a esa edad sí que me gustaba leer, pero en casa sólo existían los libros de texto escolares. Fue después de la Copa América 93 que mi papá, harto de que le hiciera preguntas sobre los países participantes, me compró Mi primera Enciclopedia, de Disney. Pero como no encontré tantas respuestas a las interrogantes despertadas por el «Perro» Bermúdez, mis padres me consiguieron la Historia Universal, de Carl Grimberg. Si bien, esos fueron mis primeros libros, mi educación intelectual siguió unida a los deportes porque ahora comparaba notas con Bermúdez, Enrique Burak, Heriberto Murrieta y Toño de Valdez. Cada vez que estos cronistas hacían una referencia cultural en las transmisiones del Mundial, las Olimpiadas o las corridas de toros, yo tenía donde investigar o captaba mejor su significado.
¿A dónde quiero ir con todo esto? Paciencia.
En mi trabajo como periodista me he encontrado a menudo con la posición de superioridad moral de muchos escritores, editores, artistas plásticos, libreros y otros entes culturosos, que ven en el deporte un símbolo de incultura. Gente que puede citar pasajes de La Ilíada de memoria, pero que ignora que uno de los primeros ejemplos de narración boxística está en los versos de Homero. Gente que habla de los Clásicos Griegos con mayúsculas mayestáticas, pero que ignora que Eduardo Lamazón (el famoso «Lama, Lama, Lamiiita», de Box Azteca) es un tipo culto, que también se ha leído a Homero, a Conan-Doyle y a un montón de escritores más, sólo por el placer de leer como la literatura ha boxeado.
Pero este texto no es sólo para contar una anécdota o denunciar la falsa superioridad moral de los intelectuales que “no ven deportes”, este texto es también para decir que la relación entre el deporte y la literatura va más allá de la metáfora, porque cuando hablo de deporte, hablo de Cultura. ¡Sí, con todo y mayúscula mayestática!
George Plimpton, el fundador de la mítica The Paris Review, fue reportero para Sports Ilustrated. Y para Plimpton, que nació rico, escribir de deporte no era una opción para llevar comida a la mesa, o un rito de paso para poder codearse con la élite de los medios, porque nació en ella. No, para Plimpton era una parte esencial para indagar en el alma norteamericana. Plimpton, como después han hecho escritores como John Cheever o David Foster Wallace, supo que no se podía entender una cultura sin comprender su deporte, precisamente porque el imaginario que moldea a los ídolos y mitos deportivos, es el mismo que moldea a la sociedad que los cobija.
La metáfora deportiva es la superficie, la materia visible, que une al deporte y la cultura. Sus dinámicas, analizadas, sentidas, ensayadas, interrogadas o intuidas, mediante la literatura o el arte, le pueden revelar a las almas sensibles todo un zeitgeist, el deporte puede revelar una época. Si no, ¿por qué en medio de la pandemia no pudo la humanidad prescindir de ello? Si los griegos suspendían las olimpiadas y los mundiales y los olímpicos modernos sólo se han suspendido por razones de guerra o por motivos fúnebres. Pero en medio de esta pandemia no renunciamos al deporte. Ni los atletas, ni los aficionados, ¿por qué? Se los dejo de tarea…
Fotografía Izuddin Helmi Adnan / Unsplash