COLUMNA: NUNCA VOY A BRILLAR EN SOCIEDAD
POR MAJO DELGADILLO
Lloro mucho. Lloro por ansiedad y por frustración. Lloro de coraje, de rabia y de desconcierto. Soy, de hecho, lo que la sociedad denomina una llorona. Las películas me hacen llorar, los libros me hacen llorar, los poemas me hacen llorar. También las canciones, los regalos y, entra cliché del amor romántico, las pedidas de matrimonio. No es mi culpa —todo lo que sé de inteligencia emocional me lo enseñó Shakira— y sigo pensando que hay algo hermoso en la esperanza, en el amor, en la noción de elegir a alguien y de quedarse con ese alguien.
Lloro mucho, pero no siempre lloré tanto. Hay días en los que recuerdo ese momento, en Como Agua para Chocolate, donde la narradora dice algo así como que uno empieza a llorar y luego se pica y no puede parar. Ella habla de que el catalizador es picar cebolla, pero algo así me pasó a mí fuera de la cocina. Llegó un día cuando algo se abrió dentro de mí, algo fuerte y denso como una avalancha, y comencé a llorar, me piqué y no he podido parar. No siempre fue así porque aprendí, muy temprano, que las mujeres que lloran son otras, las débiles, las incapaces, las sentimentales. Recuerdo el día en el que una persona que admiré profundamente se quejaba de alguien más que había llorado en público, como si fuera una acción de la cual avergonzarse o la prueba de que la persona llorando era inestable, alguien en quién no se podía confiar. Recuerdo lo que eso me hizo sentir y pensar respecto a mi propia experiencia sobre llorar, sobre ocupar el espacio de la persona sensible, sobre la personificación femenina del llanto.
Desde niña aprendí que no se debe llorar en público, y hasta hoy, casi nunca lo hago. Sé llorar en silencio para no molestar a nadie. Aprendí a guardar las lágrimas para antes de dormir y a no dejar que nadie me viera. Una de las sensaciones de la ansiedad sobre las que tengo control es la navegación de la ola del llanto. Si alguien aquí, como yo, llora por ansiedad sabrá a lo que me refiero. Ese creciente nudo que, si lo dejas, en el momento cúspide genera la clase de llanto imparable que se ve en las películas y en las pérdidas. Supongo que algo de ese aprendizaje endureció el mecanismo de mis lágrimas hasta el punto de la rabia. Llorar frente a otros todavía me hace sentir una clase de furia que es difícil describir. Una que me dicta que la otra persona, la que me ve, la que me hizo llorar, es más fuerte, más poderosa y más estable que yo. Una que me hace sentir vergüenza y desnudez porque yo no quiero ser de ellas, de esas mujeres plañideras que no pueden resolverse la vida si no es a través de la mirada vidriosa.
Pero poco a poco he aprendido a ocultar menos mi condición de llorona. Hace unos días, por ejemplo, alguien lanzó la pregunta en Twitter “¿Cómo lidian con el miedo al futuro?” y mi respuesta honesta fue una que hasta hace unos años no habría compartido. Una sola palabra, un verbo. Llorando. Tengo, siempre, una caja de pañuelos desechables al lado de mi cama y una junto al lugar en el que trabajo. Lloro con las buenas y las malas noticias. Lloro cuando me siento abrumada por el futuro, por el trabajo, por ser insuficiente; y también lloro cuando veo fotografías de bebés, cuando mi pareja me abraza por las mañanas, cuando mi hermana comparte una buena noticia.
Quizá por eso escribo esto en defensa de las lágrimas, ese mecanismo extrañísimo y orgánico de las máquinas deseantes que somos. Porque llorar nos acerca más a ser océano y a ser mineral, y esa conciencia de nuestra condición salina y acuosa me fascina. Y porque me pregunto cómo es que desarrollamos esta manera de mostrar nuestras emociones a los otros, y cómo es que ese mecanismo está también atravesado por nociones de poder, de raza, de clase. Porque esto se trata de defender a la vulnerabilidad, y por ende a las lágrimas que pueden venir de ella, como un espacio político antes que un hecho estético. No me interesa el llanto provocado en el cine o en los videos musicales, sino reivindicar y defender el llanto como una condición humana y compartida. No me interesa el sufrimiento gratuito, ni las lágrimas como una herramienta establecida desde mecanismos de opresión —las conversaciones respecto al llanto de las mujeres blancas me parecen sumamente útiles—. Lo que quiero defender es el acto político del llanto desde este lugar en el espacio y el tiempo en el que pareciese que las emociones no importan.
He leído y he visto muchas discusiones sobre borrar en las infancias el estereotipo de que “los hombres no lloran”. Creo en eso y lo apoyo porque: qué se jodan los roles de género. Como mencioné anteriormente, creo y he sido testigo del llanto como una herramienta contraria a la comunidad y cercana a la explotación, en donde mis propias lágrimas y las de otras personas han ocupado el espacio de un sufrimiento performativo que no nos pertenece. Y como seguramente alguien dirá que hasta para llorar ahora hay que cuestionarse, mi respuesta es sí: hasta para llorar hay que cuestionarse porque, ya se dijo hace mucho, lo personal siempre es político.
Entonces, en esta defensa a las lágrimas, en mi mundo ideal, les niñes y adolescentes lloran sin tener que esconderse. Lloramos sin vergüenza y sin mesura, y los hombres lloran también, junto a nosotres. En mi mundo ideal, las personas con privilegios no lloramos como performance frente al dolor que no nos corresponde y del que nos beneficiamos (aunque podemos hacer muchas más cosas para activamente confrontarnos). En mi mundo ideal, como en el poema de López Velarde, nadie sabe ni por qué quiere llorar y eso no importa. En ese lugar, en esta defensa de las lágrimas, no vamos a esconder nuestros pesares, ni nuestras lágrimas, ni nuestra felicidad.
Fotografía Jeremy Bishop / Unsplash