LA PEOR PANDEMIA


COLUMNA: DESDE LA TORRE
POR: DOLORES GARNICA


«El coronavirus es un miedo al contagio.
El coronavirus es una orden de confinamiento,
por muy absurda que esta sea.
El coronavirus es una orden de distancia,
por muy imposible que esta sea.»
Palabras tomadas de un ensayo de María Galindo
escrito en marzo de 2020.

Mi tío está grave en el hospital por COVID-19. Mi tía y sus dos hijos están solos en su casa y por diferentes motivos —todos válidos— casi nadie de la familia ha podido ir a visitarla. Pienso en ella, recordando cómo vivimos hace dos años frente a la muerte de mi papá, todos juntos, en su cuarto de hospital y con muchísimos familiares y amigos alrededor. Pude despedirme de mi papá, pero quizás mis primos ni eso podrán hacer. Mi tía vive llorando. Mis primos hacen lo que pueden.

Justo en medio de otra pandemia, entre 1531 y 1535, Gioanni Boccaccio escribió: «Es humano tener compasión de los afligidos; y si en cualquier persona parece esto bien, debe exigirse aún más en aquellos que necesitaron consuelo y lo encontraron en otros.» El «libro» de las pandemias, El Decamerón, comienza ensayando sobre la compasión. A final de cuentas, sus historias fueron narradas en comunidad.

No me siento culpable de encerrarme, usar el cubrebocas, saludar con el codo o no asistir a alguna fiesta, pero frente al caso de mi tía, mi perspectiva sobre este «cuidado» ha cambiado por completo. Ya no es igual. Ya nada será igual. Nada es ni será comunitario mientras nos encerremos.

En El jinete pálido, crónica sobre la gripe española, que mató entre 50 y 100 millones de personas a principios del siglo XX, Laura Spinney nos explica cómo se recuerda este acontecimiento que cobró más vidas que todas las guerras del siglo: «La gripe española se recuerda de un modo personal, no colectivo; no como un desastre histórico, sino como millones de tragedias discretas, privadas.»

Nos dicen, decimos y nos repetimos que los escritores, los artistas, estamos acostumbrados al encierro. Es cierto. Orhan Pamuk escribió que una de las condiciones de la escritura es la soledad, que no existe otra manera de escribir más que la de estar solo, y esto se aplica incluso a esas veces en las que escribimos rodeados de gente, porque en la escritura solo estamos nosotros frente a nosotros y nada más. Pero ¿cómo vamos a escribir esta historia? ¿Desde el encierro? ¿A través del cubrebocas alabar ese heroísmo extraordinario de quienes se aventuraron a la ayuda, a la solidaridad? ¿No será esta perspectiva la que convierta a esta tragedia en una historia «discreta, privada», no dicha, no sucedida? ¿Queremos que así se recuerde? ¿Que no se recuerde?

En El horror del cólera, de 1857, Charlotte Stoker narra cómo, frente al horror de la pandemia del cólera en Irlanda, su familia sobrevivió a la pandemia «a pesar» de haber ayudado a sus vecinos, entre ellos una niña que murió en brazos de la todavía muy joven escritora. Ella escribió no sobre cómo ella se cuidaba, sino sobre cómo ayudó a los demás.

«Mientras espero una epifanía que nos esclarezca lo que tenemos que hacer y que estoy segura entrará por el cuerpo débil y febril que nos la revelará, mientras me dedico con mis hermanas a desobedecer la prohibición de fabricar gel casero y lo hacemos para vender, porque también tenemos que sobrevivir; mientras rebusco mis libros de medicina ancestral para producir una fricción respiratoria antiviral, como las que hacíamos cuando Mujeres Creando era una farmacia popular en una zona periférica de la ciudad, pienso en el absurdo.» Con estas palabras termina el ensayo de María Galindo. Así que me pongo el cubrebocas y salgo a abrazar a mi tía. La escritura, seguramente, vendrá después.


Fotografía: engin akyurtengin / unsplash

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