LOS SEIS MILLONES DIEZ MIL Y TANTOS LIBROS QUE DEBES LEER ANTES DE MORIR

Los millones de libros...

COLUMNA: DIJO NUNCA NADIE
POR MANUEL FONS


Leerlo todo

Sospecho que todos los que disfrutamos los libros en algún momento hemos sentido el deseo y la urgencia de leerlos todos, no por motivaciones tipo Guinness World Record, sino por una viva curiosidad, por el placer que da conocer y aprender. Y, por obvias razones, simultánea al deseo, hemos experimentado la frustración de saberlo imposible.

Cuando entré a la carrera de Letras hispánicas, aunque llevaba varios años leyendo buenos libros y en una cantidad digna, me empezó a atormentar lo poco que leía en relación con lo que me faltaba por leer. Todo el tiempo se mencionaban títulos, algunos por suerte, los había leído, pero la mayoría sólo los conocía de nombre y portada: El Ulises, La montaña mágica, En busca del tiempo perdido, Muerte en Venecia, Mientras agonizo, La naranja mecánica, El extranjero… y a esos había que sumar otros, poco o nada mencionados, que me interesaban a mí: biografías, libros de arte, política, ciencia, filosofía… Cada año iniciaba con una lista de lo que quería leer y al final tachaba mis avances, pero, como la Hidra de Lerna, brotaban nuevos títulos por aquí y por allá, y la lista era mucho más extensa que al principio. En aquel momento lo menos que leí en un año fueron 60 libros y lo más, 120. Con esos números, hice un estimado de cuántos podría leer en toda mi vida, grosso modo, sin entrar en escenarios hipotéticos de si quedaba ciego, me llevaban a Siberia o me caía un piano encima, y el resultado fue deprimente: leyendo un libro por semana, durante cincuenta años, llegaría a 2 600, y a 5 200, duplicando ese ritmo o sosteniéndolo un siglo. Con eso no me alcanzaría ni para agotar uno de los tantos pasillos de la biblioteca escolar. Ahora que leo en digital, la desproporción es peor. Zlibrary, una de las varias páginas donde consigo libros, tiene hoy que la acabo de consultar, 6 010 291 títulos. Si decidiera dedicar mi vida sólo a leer, en promedio un libro diario, necesitaría 16 466 años para terminar esa biblioteca (sin contar los que suban durante esos 16 466 años), y si leyera a un ritmo más relajado, un libro por semana, necesitaría 115 582 años para completar el objetivo. Leyendo un libro semanal por cincuenta años sólo llegaría al 0.04 % de es biblioteca. Quizá este porcentaje no dice mucho, pero una analogía podría ayudar: si toda esa biblioteca fuera un solo libro, de alrededor de 100 000 palabras, el 0.04 % equivaldría a leer 45: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de […]», en ese punto caería muerto. Cualquiera que haya leído Cien años de soledad estará de acuerdo en que las ganancias, comparadas con las pérdidas, son como esas limosnas que los pedigüeños devuelven muy ofendidos.

Leer muchísimo

Como no se puede leer todo, nos queda la opción de leer muchísimo. Según Juan José Arreola, está documentado que Menéndez Pelayo leyó 20 000 libros y es por tanto, quien ostenta el récord. Eso lo dice al vuelo, en una de sus conversaciones con Vicente Preciado, pero no entra en detalles que serían interesantes. Cuando leí ese dato supuse que alguna rareza genética le permitió vivir como una secoya o mínimo como una tortuga Galápagos, al buscar esa información me encontré con otra sorpresa: sólo vivió 56 años; si leyó desde los seis, mantuvo un promedio de 400 libros por año, más de uno diario, durante toda su vida. Obvio que no es imposible, cualquiera puede leer un libro o más en un día (las obras de teatro, las novelas gráficas, las noveletas, se leen en una o dos horas); lo extraordinario es mantener ese ritmo toda la vida e incluir otro tipo de libros más demandantes.

Si un común mortal quisiera acercarse a esa marca, una primera opción sería leer rapidísimo, aunque los malpensados recordaríamos el chiste de Woody Allen: «Tomé un curso de lectura rápida […] y fui capaz de leer La Guerra y La Paz en veinte minutos. Decía algo de Rusia». La segunda opción sería leer a un ritmo normal, humano, pero cumplir con dos condiciones básicas: la primera y más importante, ser dueño de su tiempo (tener una beca pública, privada o familiar, vitalicia, por supuesto); la segunda, imponerse una serie de limitaciones estratégicas, por ejemplo:

  • Leer libros breves. Nada o casi nada de Miserables, Quijotes, Hombres sin atributos.
  • Leer libros fáciles. El Tractatus de Wittgenstein, ¿Qué es la nada? de Heidegger, son breves pero morosos, para quien intente extraer al menos la sinopsis.
  • Leer como un salvaje. Un lector exquisito, que haga fichas de resumen, transcriba citas textuales, escriba comentarios, analice, relacione, no puede llegar tan lejos.
  • Lecturas monolingües. Para leer en una lengua adicional a la materna, primero hay que aprenderla, y esas lecturas son más lentas. Un lector cuantitativo no podría permitirse ese retraso.

En suma, habría que sacrificar la calidad en función de la cantidad, perderse muchos de los libros más estimulantes y profundos.

No leer tanto pero elegir

Como leer muchísimo nos privaría de leer lo mejor, y no queremos eso, nos queda la opción de elegir bien qué leer. Esos libros de Las 100 películas, libros, pinturas… que hay que conocer antes morir, son buen marketing porque implican algo muy real: debemos elegir, entre las tantísimas opciones, las mejores, puesto que somos mortales, no podemos dejárselo al azar. A ese respecto, vuelvo a una anécdota que publiqué en El insulto como una de las bellas artes, porque es muy ilustrativa:

Un escritor ruso que vino a dar una charla a la Feria del libro de Guadalajara cuenta que cuando ve a alguien leyendo un libro de autoayuda o de alguna estrella de la farándula o, en fin, cualquier tipo de escrito insustancial, abraza al lector con mucha emoción. La gente lo mira desconcertada por ese repentino acto de ternura y le preguntan la causa, entonces les explica que, a su juicio, alguien que se da el lujo de desperdiciar su escaso tiempo de vida leyendo esa basura, debe ser un inmortal.

En aquella mesa hubo un pequeño debate porque una autora no estaba de acuerdo en leer de esa manera «dogmática», y explicaba que no siempre estaba de humor para leer «la gran literatura», a veces sólo quería leer algo entretenido. Yo entiendo la perspectiva de la escritora, incluso agregaría que, en ocasiones, no tenemos humor para leer nada; pero esencialmente estoy de acuerdo con el escritor. Pienso que, cuando sí tenemos ganas de leer, no tiene sentido perder el tiempo leyendo basura, ni obligarnos a terminar libros que no estamos disfrutando. Como dijo Hipócrates: «Ars longa, vita brevis» y como dijo Arreola: «Libro que no me agrega, ¡al carajo!».

Tener siempre algo que leer

En el poema «Límites» de Borges, se expresa la melancolía de lo que ya no haremos nunca, porque nuestra vida es finita. Esto es muy trágico, en lo que se refiere a nuestros allegados pues, como dice el poema, «no sabemos de cuál nos hemos despedido para siempre», y en el mismo orden de ideas, hay obras que no podremos leer, pero ese límite no es equiparable, dado que los libros, salvo en casos excepcionales, no desaparecen, somos nosotros quienes lo hacemos. Sería una tragedia de lector que ese día, cuando por fin te decidiste a leer Los hermanos Karamazov o Paradiso, fuera tarde, porque acaban de «morir» y ya nadie podrá leerlos.

De acuerdo con John Sutherland, en los tiempos de Shakespeare sólo había dos mil libros en el mundo. Si ese fuera el caso actual, cualquiera podría leerlos todos y al terminar, releer los mejores, pero qué penoso sería ya nunca encontrarse con un libro nuevo, perder para siempre la oportunidad de conocer a un nuevo autor. La vida sería mucho más pobre. Dicho de otra manera, me parece muy bien que sólo podamos leer un porcentaje minúsculo de las bibliotecas físicas y digitales; significa que, no importa cuántos años vivamos o qué tan rápido leamos, siempre habrá millones de libros a nuestra disposición. Y si perdemos el juicio, la conciencia o la vida, nos perdemos con ellos, no creo que echemos de menos los libros, ni nada. 

Yo suscribo sin reservas las palabras Juan José Arreola: «Doy todo por adquirir conocimiento, fresco como una mañana, sencillo como una ventana abierta a la luz». Ya no me atormentan mis límites como lector, puesto que me atrae mucho más lo que ignoro que lo que sé, significa que me esperan muchas horas de placentero aprendizaje. Planeo leer más literatura rusa, conocer algo de la africana, leer a los mexicanos de mi generación… tengo un manual de esperanto que me da curiosidad; quisiera aprender italiano y aunque sea los rudimentos del griego, el latín y el náhuatl; me interesa saber sobre hinduísmo y taoísmo, aprender de filosofía, arquitectura, biología, química, ópera, geometría, de arte musulmán, de religiones del mundo, de mitología escandinava… me he propuesto leer los noventa y tantos títulos de la Comedia humana, todo Papini, todo Dostoeivski, todo Nietzsche y lo que se vaya acumulando. Estoy seguro que cualquier lector curioso tiene una lista igual o más extensa. Parece que volví al punto de partida, con una lista de lecturas inabarcable, pero a quince años de distancia, hay una diferencia significativa: aunque tengo la conciencia de que no voy a completarlas, no me inquieta en lo más mínimo, ni me preocupa la lentitud de mis avances; sé que esos proyectos van a quedar truncos, qué más da, si todo va a quedar trunco. No es pesimista aceptar que no vamos a ninguna parte, ni en eso ni en nada, al contrario, es una invitación a disfrutar el trayecto. En lo que se refiere a la lectura y el aprendizaje, qué emoción todos esos placeres en fila de espera, qué maravilla que, aun en nuestros últimos días de vida, estemos como Borges, según cuenta María Kodama, iniciando clases de árabe, o que podamos responder como en esa preciosa anécdota que cuenta Cioran en su libro Desagarradura: «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. «¿De qué te va a servir?», le preguntaron. «Para saberla antes de morir»».


Fotografía Fahrul Azmi / Unsplash

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