EL GESTO DE REGALAR UN LIBRO


POR ABRIL POSAS


Supongo que no es una buena publicidad si empiezo diciendo que no soy muy buena para expresar mi cariño con palabras. A cualquiera puedo compartirle mi admiración y respeto de la forma más sincera, pero cuando hay sentimientos de esos más profundos, se me quiebra la voz o me quedo en blanco. Así que debo buscar otra manera de hacerlo patente.

Entonces me pongo a buscarle un libro.

Regalar un libro es como regalar un perfume o una loción: si nos equivocamos podemos convertir el gesto en un insulto. «¿Qué significa esto?», preguntaría el o la receptora, con justa molestia en cualquiera de los dos casos:

  1. cuando descubre bajo el envoltorio una botella de 7 Machos, o
  2. después de leer el título «Cómo influir en las personas y ganar amigos»

Los ejemplos que usé, por supuesto, corresponden a lo que para mí sería un escenario tristísimo, si yo fuera quien los recibe, pero siéntanse libres de cambiarlo con el aroma más vomitivo de su vida y el libro menos inspirador que conozcan.

Por lo tanto, debe realizarse una investigación que, por desgracia, más que de detective privado es de consultor de marketing. Benditas redes sociales, todo está ahí: lugares que frecuenta, música que escucha cada vez que puede, películas de las que siempre habla, comida favorita, otros libros que sumó al librero, los temas que no suelta en sus publicaciones y hasta los Me Gusta que le ha dado a otras personas y celebridades. No es tan profundo como el algoritmo de Facebook, sin embargo es un buen inicio.

Si es posible, también se puede husmear las tiendas que sigue, los productos que llaman su atención, las noticias de cultura y entretenimiento que comparte y que pueden evidenciar que, a pesar de su hosco exterior, tiene un punto débil para los perritos. Un poco más allá es pedirle permiso para ver su lista de deseo de compras (la güishlist, pues) de Amazon, o que un contacto en común role las capturas de pantalla.

Esto debería dar suficientes datos como para cotejar con lo mucho o poco que sabemos de los intereses y el comportamiento de la víct-perdón, quien recibirá el regalo, que ayudará a hacer unas búsquedas para encontrar más autores que hablan del apocalipsis donde se salva el perro, voy a tener suerte, que a su vez nos llevará a una lista bastante nutrida con posibilidades.

De ahí, quedan dos opciones, principalmente: buscar en línea los títulos que pensamos serán el mejor regalo de la vida del crush (siempre es un crush, admítanlo), o ir con cubre bocas doble a la librería de confianza. La primera opción es más sencilla, en teoría, pero puede llevarnos al final del diagrama con un circulito que dice «no se encuentra el libro», y de todas formas hay que ir a la librería.

Ya en el establecimiento, no todo son buenas noticias. Lo más seguro es que primero debamos superar la ansiedad y el miedo al contagio de sabe qué tanta cosa al notar que hay unas 15 personas ahí regadas, la mayoría con la nariz de fuera cual hombre exhibicionista a mitad del centro de la ciudad. Si se supera esto, entonces quiere decir que ya se pierde una en las repisas de novedades o los descuentos, a sabiendas de que ahí no estará ninguna de las posibilidades que ya habíamos reducido a cinco, con el riesgo de que gastemos el presupuesto del regalo en algo para nosotros —al fin y al cabo nosotros sí leemos, no como aquella analfabeta (o aquel analfabeto)— o que preguntemos al librero más trucha de la comarca, que nos llevará a un agujero de conejo de recomendaciones infinitas que hará más difícil hacer la elección ganadora.

Ustedes creen que es fácil: no lo es. Aun así, siempre encontramos una pequeña luz al final del túnel, implementamos la nunca infalible «de-tín-marín-de-dó-pin-güé» cuando ya nos resignamos a que compraremos esa edición de Anagrama para el regalo junto a esa otra de Impedimenta para nosotros («Es que se acaba rapidísimo», nos decimos seis veces mientras pagamos en la caja, primero para justificar la compra impulsiva, luego para referirnos a la quincena), con la ilusión de verle el rostro a la vícti-oh, qué diablos: el o la receptora del regalo, que sea de su gusto.

No siempre lo es. A veces ni siquiera lo van a leer. Los más descarados lo regalan, la siguiente Navidad, a un tío olvidadizo. Pero cuando sí: te sientes la portadora de buenas noticias, de la medicina correcta, el caldo de pollo anhelado. Y muchas veces ya sabemos que ese fabuloso libro no siempre está disponible en el país, en la librería, en el idioma o en los bolsillos, así que todos los pasos que implican encontrar El Título deseado se convierte en otra caza en línea. Porque ya sabemos que cuando alguien quiere en verdad un libro, no le importa si es un PDF, fotocopias, un enlace o capturas de pantalla del e-book. Los ojitos se iluminan casi con la misma intensidad.

Por lo tanto, no hagan puchero si les regalan un libro. Lo más seguro es que quien se los dio es un patarata para expresar lo que en verdad siente y cree que con obsequiar la oportunidad de perderse en un mundo ajeno es como decirles que les importan.

O que se los quieren coger; que si ese es el caso, nomás cuiden que no les quieran seducir con el PDF del libro que van a encontrar en todos lados a partir de mañana y que seguramente ya está en el bot de Telegram: no vale la pena.


Fotografía por Clay Banks / Unsplash

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