POR MARIANA ORANTES
Domingo 28 de febrero de 2021
En las necesidades básicas del ser humano, hay dos que son principio de la cadena universal: la sed y el hambre. Sobre estas dos necesidades se han escrito infinidad de metáforas, comparaciones, analogías, figuras retóricas: hambre de poder, sed de justicia, hambre de gloria, sed de amor. Sin embargo, las metáforas tanto del hambre como de la sed, solo pueden ser comprendidas a cabalidad por quienes han sentido la punzada de tales necesidades. Es decir, una disertación sobre el hambre puede ser comprendida por quien ha tenido hambre.
Aquí quiero hacer una aclaración: todos hemos sentido una especie de hambre, eso es indudable, pero no se puede comparar con la idea real del hambre. ¿A qué me refiero? A que el hambre verdadera, esa que no han sentido todos, no es un simple deseo de saciar la necesidad. El hambre es cuando quieres comer porque el cuerpo te lo exige y no lo puedes hacer, ya sea por una carencia, cuestión física o, incluso, religiosa (ese es el principio del ayuno en Ramadán, en Semana Santa y otros). Este no poder saciar el hambre lleva consigo un dolor punzante: el hambre duele, en sentido tanto fisiológico, como espiritual. En el momento en el que sentimos dolor comprendemos el hambre y sentimos empatía.
La sensación un poco desagradable, pero que no pasa a mayores porque sabes que sólo tienes que estirar el brazo para saciarte (o en su defecto, entrar a un restaurante y pedir la carta), se llama apetito y es común confundirlo con el hambre, pues derivan de la misma naturaleza.
Sin embargo, el hambre, a diferencia del apetito, se encuentra en el punto de la desesperación: dentro de una cueva italiana, encerrado y rodeado por bandidos, un banquero se muere de hambre. ¿La condición? Debe entregar su dinero para que le den de comer; así que primero entrega una pequeña parte de su fortuna amasada a la mala y le llevan un pollo asado. Por desgracia, comer es una necesidad constante, por lo que el hambre regresa, pero ahora con la sed y, poco a poco, el dolor se vuelve insoportable.
Entre lamentos, el cautivo de pronto recuerda la visión de un anciano moribundo. El adinerado banquero recuerda que observó, a través de los cristales de la vieja casa venida a menos, cómo el viejo se arrancaba el cabello sin tener qué comer, muriéndose en el dolor del hambre. Ese anciano era el padre de Edmundo Dantés y el banquero, Danglars, uno de los ajusticiados por Montecristo. Dumas sabía el poder del hambre y de la sed, por eso las reserva como el último castigo a los traidores.
Hambre. Palabra extraña que nos llega del latín vulgar Famine. No es una palabra culta (oh, la historia de las palabras nos dicen tanto de quiénes las han utilizado con el paso del tiempo), es una palabra patrimonial, es decir, que nos llega por vía común, pues es utilizada en el día a día por personas comunes, pobres, que cuentan los recursos para evitar el dolor del hambre, pero que lo han sentido más de una vez.
Ya que la palabra es vieja como la necesidad misma, no se sabe muy bien de dónde proviene Famine. Lo que sí se sabe es que la historia del mundo está sustentada sobre esta palabra y por eso ha tenido que cambiar, acoplándose siempre al paso del tiempo. Faminem. Famine. Famne. Famre. Fambre. Hambre. ¿Cuál será la siguiente evolución que pueda extenderse y nombrar de nuevo el dolor de la carencia?
Roxanne Gay en su libro Confesiones de una mala feminista dice sobre Los juegos del hambre: «esta trilogía ofrece la esperanza tenue de que todo aquél que sobrevive a experiencias insoportables, tiene hambre». ¿Por qué tendría que ser una esperanza? ¿A qué se refiere con que «tiene hambre»?
Yo lo entiendo así: por la calle vamos marchando un montón de mujeres, algunas con estandartes blancos, otras con banderas moradas, algunas más encapuchadas y otras más resistiendo desde el transfeminismo. Todas parecemos gritar: «tengo hambre». Así, tal cual como decir, tengo hambre porque asesinaron a mi mejor amiga, porque me violaron quienes se decían mis amigos, porque un hombre que decía amarme me golpeó el rostro, porque he sido sistemáticamente segregada… si, tengo hambre, me muero de hambre.
Se convierte en una tenue esperanza porque de alguna manera has localizado el malestar y puedes acompañarte de otrxs que también sienten hambre. Pero a la vez, lanzas dentelladas al aire para morder a quien se acerque porque el dolor es demasiado, porque sabes que esa hambre no puede ser saciada y hasta el alma tiembla de rencor, de miedo, de impotencia.
Quisiera que todo aquél que no entendiera los reclamos de un grupo minoritario fuera encerrado en una cueva a sentir hambre. Que les doliera el estómago y sintieran el terror de no poder saciar, el terror de animal acorralado que intenta sobrevivir; quizás, sólo quizás, así podrían encontrar un poco de la empatía perdida.
Se acerca el 8 de marzo y con marzo, la primavera vestida de largo con sus jacarandas en flor. Salgamos a gritar nuestra hambre, pero maldita y mil veces maldita quien utilice el hambre que sentimos para oprimirnos más como parte de un engranaje partidista; maldita quien use la teoría para oprimir a las oprimidas. Yo acuso y maldigo, porque para saciar mi hambre no pienso consumir a otrxs.
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