HABITUALMENTE ACCIDENTADO


POR ALBERTO MENDOZA


En el otoño de 2005 mis hábitos lectores estaban mejor acentuados, o había al menos un par bastante más definidos, pero que no superarían la prueba del tiempo. Entre estos juegos externos a la lectura, tenía la costumbre de marcar la última hoja con la fecha después de concluida la novela, la antología de cuentos, el libro filosófico, el poemario, la obra de teatro, y un largo etcétera como géneros literarios haya, porque consideraba que se trataba de un hecho trascendental que debía asentarse en los anales de la historia (como se suele decir). Sin embargo, no recuerdo a quién le tomé prestada esta costumbre en particular, ya que no se refleja en mis lecturas de años anteriores, ni se extenderá demasiado en la línea temporal —y que, como una antropología del lector, tendría que averiguar cuándo dejé de hacerlo o, más importante aún, por qué—.

Otra de estas singularidades en cuanto a los procesos que acompañan a la lectura fue que, viviendo aún en la casa de mis padres, se volvió recurrente la búsqueda de espacios privados para leer, aquellos donde prevaleciera el silencio y la tranquilidad suficientes para entablar una relación con el libro durante algunas horas —y para algunos años—, ausentándome del complejo gravitar del mundo de la iniciada vida adulta, o la última adolescencia, o la intransigencia de una edad que sigue negándose a dar atisbos de madurez. Entre estos escondrijos, tomaba a bien sentarme a mitad de la escalera del patio que conducía a la azotea, cementerio de balones de mi hermano. A diferencia de la marcación de las páginas, este hábito lo superé tan pronto heredé un cuarto más grande al extremo de la casa, donde además de ver dormir al perro todos los días por la ventana, gocé de un mayor aislamiento y la desinhibición lectora necesaria para rodar por el piso con un libro o recostarme sobre el escritorio hasta quemarme las pestañas. (Nótese lo infalible de las frases comunes esta noche.)

Este gusto, el de leer en el exterior, se acompañó de algunos infortunios que, aunque pocos, en su momento vi como verdaderas tragedias griegas. Al tratarse la mía de una personalidad con cierta recurrencia a la distracción, no faltó el día en que, tras pausar la lectura para atender algún llamado dentro de la casa, olvidara recoger el libro, abandonándolo en la intemperie. En una de estas ocasiones recuperé el libro veinticuatro horas más tarde, sin haber descubierto antes dónde lo había dejado, y después también de que fuera preso, primero por la lluvia y, posteriormente, castigado por el sol, y con un perro que demostró el mínimo interés. El libro terminó adoptando una peculiar deformación, parecía comprimirse sobre sí, con lo que su retomada lectura se volvió un reto al intentar alisar las hojas.

Todo esto me llega a cuenta porque, visitando a Albert Camus, me encontré que El mito de Sísifo posee ambas características agregadas. En la página con que cierra el libro, a lápiz se halla la línea: octubre 2005. El conocimiento de un dato duro de algo que sucedió hace más de quince años, me hace cuestionarme la forma de calendarizar estas experiencias lectoras, es decir, de acuerdo con la marcación, ¿habría que ir registrando a manera de bitácora cada nueva consulta de los pasajes, o era una única anotación válida para esa y todas las revisiones subsiguientes («un, dos, tres por mí y todos mis yo futuros»)? Esta fecha también me ofreció la constancia de cuál fue el período en que más aboné a la lectura, sobre todo de literatura francesa. Volviendo a Camus, mi edición, luego de padecer la catástrofe climática, modificó pues su fisionomía, se alteró el color de la portada con tonos apagados, además de que las páginas adquirieron una sensación arenosa; en resumen: Sísifo envejeció de un día para el otro, y no precisamente por ver cómo descendía la piedra que subió con tanto esfuerzo.

Para sumar una pieza más a la galería de los accidentes, otro caso se repitió la semana pasada, aunque esta vez al interior del hogar. Estuve releyendo algunas de las cartas que Jaime Sabines le escribió a Chepita durante su estancia en la facultad de medicina. Al concluir, olvidé regresar el libro a la estantería, dejándolo en plena libertad sobre la mesa. Uno o dos días después, durante la limpieza, ignorando que una taza contenía todavía café, le di la vuelta y derramé su contenido. El líquido atravesó la superficie dramáticamente hasta que fue detenido por los versos de Sabines y tiñó para siempre las hojas. Esta insistencia en la lectura tropezada también me permite saber que, por un lado, mi capacidad de distracción no se ha visto mermada al día de hoy y que, en un mañana, cuando regrese al libro, recordaré que esta fue la época en que me resigné al consumo irrefrenable de cafeína (un hábito que habrá que retomar en una próxima conversación). Afortunadamente, nunca he sido amante de las ediciones caras, por lo que esta poca destreza de mis manos –por no decir que soy algo torpe– no ha sido causa de ningún infarto a esos lectores ejemplares que reúnen primeras ediciones o incunables.

Concluyo este anecdotario con una reflexión para darle valor al aprendizaje de las grandes pérdidas librescas, y es que, al final, la lectura cuenta con las limitaciones de lo humano: imperfecta, frágil y cambiante. Además, me pregunto qué singularidad hallaré dentro de algunos años cuando me reencuentre con un libro tal vez leído en una de estas tardes, ¿quizá los separadores hechos con trozos de papel reciclado —por estar tan a la mano—, las notas al margen con ideas para cuentos que nunca escribiré o los colmillos marcados en las esquinas de las páginas por parte de mi compañera de vivienda, que pasó de displicente perro a indescifrable felina?


Fotografías por Alberto Mendoza

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