«NOLITE TE BASTARDES CARBORUNDORUM»


COLUMNA: NUNCA VOY A BRILLAR EN SOCIEDAD
POR MAJO DELGADILLO


Creo en la imaginación y en el amor como herramientas políticas. En la imaginación porque necesitamos de la pregunta básica en condicional, «¿Qué pasaría si…?» para contrastar y contrarrestar lo que nuestro contexto nos propone como la norma. Porque imaginar es peligroso cuando el estado de las cosas depende de no preguntarnos cómo algo podría ser distinto. Porque me importa entender lo vasto y complejo de este mundo, y ese interés requiere que tenga los sentidos abiertos para escuchar sobre vidas y experiencias ajenas. Porque la empatía existe desde la imaginación para poder decir que no siempre sé lo que sientes, pero voy a intentar sentirlo contigo. Creo en el amor porque —lo he citado muchas veces antes— el amor es nuestra venganza. Poder amar, «aún a pesar de según sin dónde cómo cuándo». Y lo que esto significa, para mí, es la capacidad de amar a través del dolor y de amar con el coraje de los sobrevivientes. Amar con la furia de todo lo que nos duele, y amar a pesar de ese mismo dolor para no darle una victoria a quienes nos lastimaron.

Una de mis canciones favoritas habla sobre tomar la parte más débil de nosotros mismos y golpear a los bastardos con ella. Nolite te bastardes carborundorum le dice la gran Margaret Atwood a Offred en esa obra maestra que es El cuento de la criada. No dejes que los bastardos te pulvericen. Amar, en el contexto de la lucha y de lo político, se trata de la fuerza y también se trata de la ternura. De la importancia del plural en la diferencia entre cuidar y cuidarnos para no dejar que los bastardos nos pulvericen, para golpearlos con la parte más débil y vulnerable que tenemos.


Quizá vale la pena aquí hacer una aclaración, creo en la imaginación y en el amor, y en la vulnerabilidad que conlleva comprometerse con la lucha desde esos lugares. Pero como no quiero que nadie me pulverice, también creo en la rabia y en el poder que tiene para mantenerme en pie.

Por azares del destino (y porque los deadlines son mis enemigos) escribo esta columna en el #8M2021. Un año después de tomar las calles de Guadalajara, mi ciudad natal. Un año después de marchar con mi familia y amigas y de repartir poemas en la calle como un gesto de cariño hacia las muchas otras mujeres que estuvieron ahí. Y esa coincidencia me hace volver a esa marcha y a esa fuerza. A sentir que hay algo que debo honrar cuando puedo estar frente a una pantalla en un día como este, haciendo lo que quiero hacer el resto de mi vida. Por eso quiero escribir sobre la rabia después de haber escrito ya, un buen par de veces, sobre el amor (aunque ambos son sólo dos lados de un mismo compromiso).

Entonces, como una breve recapitulación: creo en la imaginación, en el amor y en la rabia como herramientas políticas. Creo en la rabia porque no hay otro nombre para la sensación de hartazgo que surge con el posicionamiento desde mi cuerpo. Creo en la rabia porque el motor que surge con ella es uno que me obliga a seguir intentando cuando sólo el amor no alcanza. Creo en la rabia porque la conozco y la reconozco constantemente frente a las múltiples injusticias sobre las que leo y las que vivo de manera cotidiana y sistemática. Porque amar requiere, precisamente, de esa furia. Porque imaginar requiere del poder del enojo para proponer la pregunta del cambio. Porque sí, estoy enojada y porque no voy a darle a nadie la comodidad de mi silencio frente a su machismo o sus inseguridades.

En varias conversaciones, sobre todo después del movimiento #MeToo, he puesto sobre la mesa la discusión sobre la justicia. Hay preguntas muy grandes que han surgido de esas conversaciones: ¿Qué significa la justicia? ¿Cómo puede haber justicia para las mujeres que han sido víctimas de abuso? ¿A qué se le puede llamar justicia de cara a un feminicidio? ¿Qué es la justicia para una madre que busca a su hija desaparecida? ¿Cómo se ve y se nombra el dolor de la comunidad trans cuando su expectativa de vida es de alrededor de 35 años? Y, desde esta ola inagotable, hay una pregunta más pequeña y particular que me enoja: ¿qué voy a hacer yo con mi propio dolor y qué clase de justicia me traería paz?

Estas conversaciones, aunque siempre brillantes y amenas, terminan sin respuesta. Nos sigue atormentando la posibilidad de la justicia en todos los casos donde el dolor nos arranca partes de nosotres mismes que son difíciles de recuperar. Y después de volver a pensar en mi pregunta particular, me he dado cuenta que no voy a tener paz. No puedo quedarme tranquila porque mi historia particular de abuso permea lugares de mi existencia que todavía no termino de reconocer ni de explorar. Sé que no puedo ver imágenes ficticias de abuso sin llorar, sé que todavía tengo pesadillas y sé que nunca me sentí tan libre como la primera vez que volví a una casa en donde él ya no estaba. Pero no tengo paz porque nada de eso es justo. Pero tengo la lucha y mis armas secretas. Amor para perdonarme. Imaginación para seguir preguntando y creando. Y rabia. Mucha. Para no darme por vencida y para compartirla. Para nombrar lo que duele y lo que no se perdona. Para volver a reír, a bailar, a escribir. Para volver a amar como una venganza, porque las venganzas no lo serían sin la rabia que las antecede.

Una frase que he vuelto una suerte de caparazón emocional para responder a la injusticia de ver a abusadores recuperarse, pasar por el mínimo inconveniente y volver a aparecer públicamente sin ningún aparente conflicto es: «ellos siempre ganan». Cuando después del #MeTooEscritoresMexicanos, esos escritores nombrados siguieron apareciendo en mesas de discusión, publicando libros y acumulando capital cultural, «ellos siempre ganan». Cuando el 98.6% de los casos de violencia sexual en México no se denuncian, «ellos siempre ganan». Cuando casos como el del feminicidio de Mariana Lima se clasifican como suicidios, «ellos siempre ganan». Cuando nos callamos para no incomodar, cuando nos cambiamos de ropa, cuando cruzamos la calle, cuando damos números falsos, cuando inventamos maridos o novios que nos esperan en casa, cuando nuestras mamás nos esperan en casa, cuando llegamos y avisamos a nuestras amigas «ya llegué», cuando nuestras amigas no duermen sin ese mensaje, cuando los vasos no se dejan solos en los bares, cuando nuestros profesores —desde la secundaria— hacen comentarios fuera de lugar, cuando nuestras fotos privadas son moneda de cambio en chats ajenos, cuando existe #MiPrimerAcoso, cuando nos toma años darnos cuenta de que sufrimos abuso por nuestro género, cuando el cuerpo no es casa ni límite para estar segures, cuando todo eso y cuando más: «ellos siempre ganan».

Pero no quiero que mi incapacidad de imaginar posibilidades de justicia se vuelva apatía y por eso la rabia me importa, porque todavía me permite seguir amando y seguir imaginando. Porque a pesar del cansancio emocional me ayuda a delimitar lo que no se perdona. Porque me ha llevado a conversaciones sobre lo que podría ser justicia imaginando nuevos paradigmas. Y por eso salir a las calles y estar hartes y enojades y sentir las ganas de quemarlo todo con nuestro hartazgo importa. Porque va a haber un día en el que ellos no siempre ganen, y ese día lo vamos a construir con nuestras propias manos. Con nuestro enojo y furia y deseo y felicidad. Con lágrimas y bailes y fuego y amor como venganza y pretexto.

La rabia me ha educado más que todos los libros que he leído sobre feminismo y sobre deconstrucción. La rabia: ese lugar en las entrañas que se incendia y que, frente a las injusticias, nunca se equivoca. Y por eso, la quiero sentir siempre y no me importa que me digan resentida o —el insulto favorito de los onvres— «feminazi». Estoy constantemente furiosa, sí. Llena de la rabia que produce pronunciar la palabra sobreviviente y de la rabia que produce enfrentarse a la palabra víctima. De la rabia usualmente necesaria para levantarme de la cama y enfrentarme a la vida en este mundo en el que vivimos. Pero no la padezco. Al contrario, atesoro mi rabia. La quiero sentir como un destello que ilumina una clase de justicia que no existe porque el dolor del abuso no se borra y, desde ahí, la quiero sentir también dejándome amar rabiosamente porque ese dolor que no se borra sí puede transformarse en compañía y en cariño. Quiero seguir sintiéndola. La rabia atravesando al amor y a la imaginación —siempre los tres juntos— para repetir que no podemos dejar que los bastardos nos pulvericen. O, como dice Offred en la versión para televisión y me digo yo misma en los momentos de crisis más oscura: Nolite te bastardes carborundorum, bitches.


Fotografía aranprime / Unsplash

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