ANECDOTARIO VISUAL


POR: ALBERTO MENDOZA


Hay una fotografía de Henri Cartier-Bresson que disfruto mucho, se trata de Domingo a orillas del Marne (1938). En esta imagen aparece un grupo de personas –¿familia tal vez?– quienes gozan de un picnic con comida y vino frente al río Marne. Esta foto, además de su composición y la sensación de tranquilidad que transmite, me atrae porque me recuerda el cuadro postimpresionista Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (1884-1886)de Georges-Pierre Seurat, donde se enmarca, a través del puntillismo, un fin de semana de ocio al aire libre para los personajes.

El vínculo con Cartier-Bresson es anterior y accidental. Conocí algunas de sus fotografías sin saber que le correspondían a él, o sin conocer incluso su nombre. Esto sucedió con los retratos que les hizo en París a Simone de Beauvoir y a Jean-Paul Sartre, las dos imágenes similares, con ambos ocupando la misma disposición del encuadre; en una, Beauvoir mira hacia la derecha mientras tres personas avanzan por una calle vacía, en la otra Sartre aparece llevándose a la boca la pipa con la que se le ve en otras fotografías –desconozco si es la misma pipa.

Durante estos días, y a partir de que estuve rescatando algunas imágenes de un disco duro, pensé en la interacción entre fotógrafos y escritores (o sus libros). Un ejemplo de otro fotógrafo a quien regreso frecuentemente es Elliott Erwitt, gracias a él pude conocer los rostros de Thomas Mann y Jack Kerouac.

Hace algunas semanas, al leer Memoria de la melancolía de María Teresa León, pensé en la serie fotográfica del pueblo español (1950) de Eugene Smith, en la que el fotógrafo atrapa la atmósfera de una población en la provincia de Cáceres durante la época del franquismo. Al volver sobre estas imágenes, fácilmente pude proyectar las descripciones que León relata desde el exilio y con el desamparo de quienes ahora habitan en las fotos de Smith.

A Francesca Woodman, otra fotógrafa con la que estoy fascinado, la conocí a partir de un libro –o mejor dicho, por la portada de un libro–. Compré La vida de hotel de Javier Montes, seducido por la imagen en un anaquel mientras paseaba por una librería de Puebla. El libro contó entonces con el valor estético de un arte visual sumado al literario. Además de disfrutar de la novela, su descubrimiento me permitió expandir la búsqueda de más obra de Woodman, y que hallé sobre todo en la monografía publicada por Phaidon. Entre sus series destaco Providence Rhode Island, que es a donde pertenece la imagen de la portada del libro de Montes a la que me refiero.

En México está el caso de Manuel Álvarez Bravo. En sus registros, Álvarez cuenta con retratos de escritores como Jorge Cuesta, André Breton y Juan Rulfo, este último a su vez fotógrafo –y que, como ejercicio interesantísimo, vale la pena revisar las fotos que Rulfo tomó y compararlas con las descripciones que narra en El llano en llamas.

Sobre este campo literario y los fragmentos que nos recuerdan alguna foto, tenemos ejemplos para lanzar hacia arriba. Pienso en un par de casos que pueden justificarse a través de las mismas lentes: hay una escena en Fin de partida de Samuel Beckett donde Clov se asoma por una ventanilla y en la que el espectador podría suponer, por el contexto, que del otro lado se encuentra un mundo en decadencia; así también me imagino la representación del paisaje donde interactúan los personajes de la obra escrita por Fernando Arrabal Fando y Lis. En cualquiera de estos dos montajes, considero que perfectamente se lograrían encajar los ambientes surrealistas de Shana y Robert ParkeHarrison.

Confieso que mi interés por la fotografía surgió antes que el placer por la literatura. Cuando era niño, me gustaba divertirme con una cámara Minolta Freedom que perteneció a mi madre. Esta se volvió imprescindible en todos los viajes con los tíos y primos, hasta que las pilas se vencían, agotadas por el uso del zoom, que a una persona tímida como yo le venía bien para coleccionar sus impresiones a una distancia segura de la gente. También encontraba intrigantes los negativos, formas familiares y extrañas a la vez, en los que creía que era posible ver la esencia de todos, donde éramos reducidos a la misma figura casi monocromática, ¿buenos o malos?, ¿héroes o villanos?, ¿jóvenes o de cabello cano? Luego descubrí la magia de los visores a contraluz, un pequeño cono de plástico a través del cual se podía traducir el contenido real de la imagen.

En la actualidad, después de un año en que las medidas sanitarias nos obligaron a pasar más tiempo en casa, la satisfacción por la fotografía se resume en la captura de imágenes de los libros leídos, o por leer, pensar en un arreglo que permita tener una composición interesante –y que parece aspirar a una clase de bodegón contemporáneo–, sin quitarle el verdadero valor al libro retratado, considerando cómo se debe sostener una edición de cuatrocientas páginas en la orilla de la mesa y en equilibrio con la taza de café, o mostrando las plumas que juegan a tomar notas falsas.

Quienes me conocen un poco más saben que una de las primeras acciones que emprendo para apropiarme de un nuevo espacio es atiborrar las paredes con cuadros. Y es que además de mi pavor por los cuartos vacíos, encuentro necesario para el proceso creativo la interacción con otras formas estéticas como la que ofrece una imagen (no importa si es una pintura, un póster de una película de Tarantino, una litografía, un grabado, etcétera), como medio de catarsis, de concentración o de estímulo.

Centrándome en esta parte, al igual que en la foto, al escribir trato de armar breves escenas (habría que pensar en la manera en la que leo y si, más que secuencias, lo que se refleja son momento congelados, registrados como una instantánea de Polaroid). Así pues, la foto sería también este elemento de la realidad sustraído, y al que se le podría dar un carácter irrepetible –pese a la reproductibilidad de la que habló Walter Benjamin.

Lo que me queda claro es que ambos procesos, el de fotografiar y el de escribir, son esencialmente solitarios. En el primer caso, incluso si delante se tiene a un ejército de personas, al final el fotógrafo está aislado detrás de su lente. Además, las dos formas de procesamiento comparten un paso indispensable: el rol del observador. Tanto para el narrador como para quien captura una imagen, es necesario salir a buscar las escenas sin ninguna prisa, con atención a las pequeñeces y de preferencia con el estómago lleno. Hay que tomar la cámara/celular o la pluma, enfocar y esperar el ademán correcto que se convertirá en el fondo de pantalla de tu computadora o que servirá para detallar alguna historia.


Fotografías por Alberto Mendoza.

Artículos recomendados

A %d blogueros les gusta esto: