POR JORGE ZÚÑIGA
Quisiera vivir en una casa con estudio. Siempre me gustó leer, pero, desde que empecé a escribir, la idea de tener un espacio alfombrado lleno de luz, con muebles de cedro y un escritorio de cristal del que todos los días tuviera que bajar a mi gata para evitar cualquier accidente fue volviéndose cada vez más importante para mí. Uno puede escribir donde sea, pero nada queda mejor en la solapa de un libro que una foto en blanco y negro con un librero atiborrado al fondo y un escritorio con decenas de papeles aparentemente desordenados al frente.
Muchos escritores reconocidos trabajaron en estudios. Pienso, por ejemplo, en las famosas fotos de Julio Cortázar, Flannery O’Connor o Gabriel García Márquez: grandes estudios con cientos —quizá miles— de libros, con lámparas altas y sillas color vino con descansabrazos visiblemente desgastados. ¿Cuántas horas habrán pasado sentados ahí? ¿Se aburrían alguna vez? ¿Les dolían las piernas de tanto tenerlas cruzadas? Según Malcom Gladwell, uno debe dedicarle 10,000 horas a una actividad antes de convertirse en un experto en ella, lo cual significa 10 horas semanales durante 20 años, 20 horas semanales durante 10 o 40 durante 5. Seguramente Gladwell se refería a las actividades físicas o estrictamente manuales y repetitivas, tomando en cuenta la memoria muscular y eso, o algo así imagino, porque cuarenta horas semanales escribiendo se parecerían más a una obsesión casi rozando lo malsano. Pensar en tal dedicación da miedo, incluso cuando desde hace algunos meses compré una silla súper cómoda.
Todo viene, quizá, de la romantización del oficio de escribir. Las historias de escritores y escritoras «comprometidos con la literatura» abundan: Proust pasándose años encerrado en una habitación de hotel luchando con el manuscrito de «En busca del tiempo perdido» (principalmente el quinto volumen, los otros dos dicen que los hizo al ahí se va); Maya Angelou escribiendo todos los días de 6:30 de la mañana a las 2 de la tarde, pasándose el resto del día leyendo y corrigiendo lo escrito; Balzac junto a una lámpara de aceite trabajando toda la noche mientras se come unos Cheetos Flaming Hot o el equivalente de su época. Porque detrás de la fachada, de los logros importantes en su arte, algo de mundano debe haber habido en los escritores del canon también, ¿no? Más allá de sus divorcios y alcoholismo, quiero decir.
El problema es, entonces, que a veces nos olvidamos de esto. O decidimos pasarlo por alto. Tenemos en la cabeza que «escritor» es un título casi nobiliario merecido tan solo por aquellas personas que dedican su vida entera a la literatura, incontables horas poniéndola en un pedestal muy por arriba del día a día de comer taquitos de suadero en la cena y ver memes durante horas con las luces apagadas mientras llega el sueño, tal como solemos hacer el resto de los mortales. Un compromiso que a mí, que, siendo sincero, lo único que puedo hacer con un régimen más o menos estricto es dormir (ya rompí la meta de las 10,000 horas varias veces), me suena más como a sentencia.
En realidad, de todas las «cosas de escritor» que existen en nuestro imaginario colectivo normalmente practico solo dos: leer y escribir. Y en pequeñas dosis: si leo más de tres horas seguidas me quedo dormido, no puedo escribir más de tres cuartillas en un día sin sentir al alejarme de la computadora que me he convertido en un monstruoso insecto. En cuanto a lo otro, intenté hacerme fan del jazz pero no me conquistó; el vino no me gusta; no escribo con máquina de escribir, mucho menos a mano, no llevo diarios. Y tal vez la más importante: no tomo café. ¡Vergüenza!
¿Pero qué tanto de las cosas que hace un escritor lo vuelven escritor, más allá del hecho de escribir? Si me pongo creativo, el sueño de tener un estudio puede conseguirse fácilmente. Sin ir más lejos, bastaría con separar el espacio de la sala donde trabajo con un par de paredes de triplay y sería apenas un engaño un poco más grande si lo comparo con los otros: «Mañana sí empiezo a hacer ejercicio», «Ya es la última cajetilla que compro», «Este año no se pudo, pero seguro el próximo sí me dan el FONCA». ¿Ya con el estudio me encierro 10,000 horas ahí y listo, a ganar el Herralde? No lo creo, o habría que preguntarle a alguien que lo haya ganado: «Hola, no te conozco de nada y la verdad no te he leído, pero ¿cuántas horas pasaste en tu estudio escribiendo tu novela?». Si contesta, seguro diría que varios años, aunque no sea cierto. O sea, tal vez sí es cierto, pero quién sabe. Que nos mande fotos de los descansabrazos de su silla para confirmarlo.
Como iba diciendo, un estudio y 10,000 horas de trabajo no suenan imposibles, obviamente dejando de lado un par de problemitas menores, como trabajar para comer, pagar la renta y esas cosas que hacemos nomás por necedad los que no somos escritores de verdad. ¿Pero qué pasaría realmente si le dedicara cada día ocho horas a leer y cuatro a escribir? ¿Podría tener un cuento listo cada mes?, ¿dos novelas al año?, ¿muchos ensayos cortos?, ¿por fin escribiría una obra de teatro? ¿O más bien me pasaría la mayor parte del día viendo memes o videos sobre formaciones militares en la antigüedad y la última temporada de Dr. House?
Se dice que Roberto Bolaño prendió fuego a cuatrocientas cuartillas de poemas un día antes de marcharse a España con la idea de escribir narrativa: la gran apuesta; Ann Beattie escribía treinta minutos al día, después de acostar a los niños, sin importar cuán cansada o sin ganas se sintiera: una gran apuesta también. Creo que no todos tenemos que ser Murakami y levantarnos a las cuatro de la mañana a escribir y luego salir a correr veinte kilómetros, nadar mil quinientos metros y acostarnos a las nueve de la noche. Estoy seguro, además, de que Lovecraft hubiera amado jugar Calabozos y Dragones y que Corín Tellado no se hubiese perdido un solo capítulo de Grey’s Anatomy. ¿Y no sería padre ver a Hemingway como jugador profesional de Call of Duty?
Si la era de la información y las autopublicaciones «democratizaron» el acto de escribir y cambiaron cómo percibimos los libros en general (libros-objeto, twiteratura, poemojis, les hablo a ustedes), convendría también echar abajo la antigua imagen del escritor atormentado que fuma como chimenea y cuyo guardarropa está constituido estrictamente por sacos con parches en los codos, y también lo que estos pueden o no pueden hacer (el único prejuicio que se cimenta en la verdad es que a los poetas no les gusta bailar).
Creo que nunca se me va a quitar la idea de que tener un estudio sería lo más bonito del mundo, pero en este momento de mi vida (cuando mi relación con la literatura no puede ir más allá de mensajes casuales de «Hola, mi amor, ¿cómo estás?»), me gusta pensar en los procesos creativos y las rutinas de los grandes escritores más como decisiones individuales que como guías estrictas, teniendo presente también que a veces se puede aprender más sobre desarrollo de personajes viendo «Ratatouille» que sabiéndose de memoria el modelo actancial de Greimas.
Quisiera leer más, sí, también quisiera ser un poco más estricto conmigo mismo al respecto. «Si escribiera más sería un mejor escritor», lo pienso a veces antes de dormir, mientras trato de recordar qué tantas «cosas literarias» hice durante el día. Escribo más que hace un año, leo más que hace seis meses. Y mi mamá pasó de decir que me buscara un trabajo de verdad a no entender mis cuentos pero decir que están bonitos. Es un avance, ¿no? Vamos paso a paso. Tal vez, con el tiempo, terminar de leer el libro en que le llevo semanas atorado sea más importante que prepararme unas palomitas y sentarme a ver una película, o prender el Xbox y jugar unas partidas de Fortnite aunque siempre sea de los primeros en morir y a veces me den ganas de abandonar formalmente mi carrera de gamer. Es que, ¿lo han visto?, ¡se ve tan bonito! ¿Dostoyevski qué? Fortnite, gente, Fortnite.
No está mal, ¿o sí? Por lo menos eso me digo a mí mismo cuando son las tres de la mañana y quiero jugar una partida más, aunque me caiga de sueño. «Time you enjoy wasting is not wasted», dijo alguna vez John Lennon según frasescelebresparahoyysiepre.com. ¿Y quién soy yo para contradecir una frase motivacional en letras color pastel, con un paisaje nevado de fondo?
Fotografía: Chris Spiegl / Unsplash