POR: MANUEL FONS
COLUMNA: DIJO NUNCA NADIE
Quien haya estudiado una carrera como Arte o Filosofía estará de acuerdo en que no le llamamos excéntrico a cualquiera, pues el elenco de personajes es tan nutrido, que para sobresalir hay que ser muy especial. Yo recuerdo a uno de cuando estudiaba Pintura que se quedó en mi memoria, en primera, porque pienso que ilustra muy bien algunas ideas que tengo sobre el arte y, en segunda, porque es como una variación de uno de mis cuentos preferidos.
Las obras maestras desconocidas
Año 2003. Guadalajara. Escuela de Artes plásticas de la UdeG
Estoy en una clase de Dibujo académico, más o menos igual a todas: hay una mujer desnuda en una especie de montículo, realizando una contorsión, iluminada por una luz lateral para acentuar sus volúmenes. Alrededor estamos los estudiantes, en caballetes y «burritos», con papeles e intrumentos varios para cumplir con una tarea muy concreta: simular una figura de tres dimensiones en un espacio bidimensional. Ya iniciada la clase irrumpe un joven pálido, pantalones ceñidos, cabello enmarañado, y de inmediato llama la atención porque escudriña ruidosamente el cesto de basura. No es parte del grupo de siempre, pero ese día no es de clases regulares, sino una especie de jornada cultural, por tanto la dinámica es más relajada que de costumbre. Como la azotea es zona de tolerancia (la Tinacoteca), supongo que está buscando cómo improvisar una canala o, ya en plan muy erizo, fumarse una crayola, pero en lugar de eso exhuma una serie de objetos misteriosos y se tiende en el piso a dibujar con ellos en el reverso de un póster reciclado. Al lado se sienta mi novia y nos lanzamos una de esas miradas cómplices, muy elocuentes. Poco a poco se nos van revelando los instrumentos: una bolsita con restos de chamoy y otras con salsa Valentina; fuera de esas particularidades, trabaja como los demás: observa un momento la modelo, calcula las proporciones estirando su brazo y tensando su pulgar, luego su cuerpecillo se agita, con movimientos muy afectados, como ciertos directores de orquesta. Por desgracia sólo podemos ver su performance, pero la obra queda cubierta por su cuerpo. Para mí está claro que ese chico no puede ser un mediocre: o es un genio o es un tarado. Pronostico la segunda, pero no descarto la primera.
1612. París. Estudio de Frenhofer
No comparto el lugar común de que la realidad siempre supera la ficción, pero sí creo que hay paralelismos y vasos comunicantes. Los lectores de «La obra maestra desconocida» de Balzac, habrán reconocido algunos similitudes y podrán imaginarse mi tensión y mi intriga. Para quien no, refiero las lineas generales del argumento: Un joven Poussin se encuentra con Porbus en el estudio de Frenhofer, un viejo pintor que tiene fama de ser un genio. En el taller hay una serie de lienzos maravillosos, pero para él autor son meros ejercicios, su obra maestra está encerrada en su cuarto, es una Venus en la que ha trabajado por años, pero no ha podido terminarla porque en niguna parte del mundo ha encontrado a una modelo cuya belleza entone con su proyecto. Poussin le ofrece que pinte a Gillette, su novia, con la condición de que le permita ver su obra maestra. Frenhofer le responde indignado:
«¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor?, ¡no, no! ¡Al día siguiente mataría a aquel que la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al instante a ti, amigo mío, si no la saludases de rodillas! ¿Quieres ahora que someta yo a mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles?»
No obstante, cuando Frenhofer conoce a Gillette, ve que el intercambio es justo. Mientras Frenhofer pinta a Gillette encerrado en el cuarto, el joven espera afuera, con una espada, inquieto, muerto de celos, dispuesto a entrar y matar al viejo en cuanto escuche la menor queja de su amante…
Hay elementos para juzgar que Frenhofer es un genio o un loco, también para pensar que Gillette va a dejar a Poussin, o que el viejo cometerá algún abuso, o que va ocurrir una tragedia, por la tensión, los celos, el arma, y hay una gran intriga por conocer el cuadro para descubrir cuál es esa genialidad o esa locura que le ha tomado tantos años. En cuanto al salón, también hay varios elementos de intriga, pero, por obvias razones, menos teatrales, en realidad lo más interesante para mí, más que las reacciones e interacciones de los personajes, era imaginar cómo podía verse su obra:
- Con esa Valentina y ese chamoy podría crear una agradable paleta de colores cálidos. Quizá lograba una de esas figuras realizadas con manchas muy estratégicas, donde los contornos sólo están sugeridos para que el espectador los coloque en su mente. Es algo muy difícil de improvisar, pero no es imposible.
- Una representación desquiciada de la modelo, rodeada de demonios, o un rito azteca con el chamoy brotando a borbotones de su corazón.
- Manchas sin sentido.
- Algo que ni siquiera figuraba en mi catálogo mental, más genial o más infame de lo que figuraba en mi cabeza.
Las obras maestras develadas
En el cuento de Balzac hallan «una multitud de líneas extrañas que forman una muralla de pintura», ninguna figura reconocible. Frenhofer, sin embargo, lanza un choro mareador de por qué es una obra extraordinaria.
—¡Bien!, ¡pues helo aquí![…] ¡no esperábais tanta perfección! […] ¿No he captado bien el color, lo vivo de la línea que parece rematar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos presentan los objetos que están en la atmósfera como los peces en el agua? Admirad cómo los contornos se destacan del fondo. ¿No parece acaso que podéis pasar la mano por esa espalda? Por lo mismo, durante siete años, he estado estudiando los efectos del acoplamiento de la luz y de los objetos. Y esos cabellos, ¿no los inunda la luz? Pero ¡si ha respirado, creo yo! Ese seno, ¿veis? ¡Ah!, ¿quién no querría adorarla de rodillas? Las carnes palpitan. Se va a levantar, esperad.
—¿Vos veis algo? —preguntó Poussin a Porbus.
—Yo no. ¿Y vos?
—Nada.
Algo similar sucedió en mi salón, sólo que con la técnica de la Valentina y el chamoy. Cuando se hizo una pausa en la clase, el artista no perdió su tiempo en ir a ver los dibujos de los demás como se acostumbra, sino que se quedó de pie disfrutando la suya. Además de él, yo era el único interesado, los demás pasaban, sonreían o hacían una mueca y seguían su camino. No hubo choro mareador pero yo, como Poussin y Porbus, la examiné con cuidado: no había manchas que simularan sombras, ni líneas que se proyectaran en la mente del espectador, ni inversión de los espacios positivos y negativos; sólo salsas. «Quizá debo observar con más cuidado», pensé, «lo vi tomar medidas y agitarse rítmicamente, bien o mal logrado, algo de la modelo debe haber ahí». No hallé nada. Ya descartado el asunto académico y figurativo, traté de apreciarla de una manera más intuitiva, pero todo el ritmo se quedó en sus movimientos; en su lienzo improvisado las manchas no funcionaban ni como cuadro abstracto, ni como action painting, ni como playera hippie, no sé si como manchas Rorschach.
A pesar de los paralelismos entre Frenhofer y el chico chamoy, las diferencias son muy significativas. Frenhofer quema sus cuadros y se suicida, no sabemos la razón precisa, pero sí que se produce un cambio extremo en su estado de ánimo a partir de que se devela su Venus; en tanto el Chico Chamoy, como toda una estrella, llegó tarde a la clase y se fue temprano, con la cara en alto y una expresión de seguridad que ya hubiera querido Salvador Dalí o Buonarroti, il Divino. Ambos cuadros resultaron un espantajo, pero en el de Frenhofer, perdido entre la masa amorfa de pintura, los testigos ven un pie que los deja petrificados de admiración: «aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiese entre los escombros de una villa incendiada». Es un detalle extraordinario. Hay que considerar que Balzac escribió la primera versión de este cuento en 1831, mientras que el arte abstracto, oficialmente surgió con Picasso y Braque casi un siglo después, es decir, Frenhofer dominaba los cánones de la pintura clásica y se anticipa casi un siglo a las vanguardias, en su lienzo convergen el pasado y el futuro, ese pie podría ser una Venus de Velázquez, mientras que el fondo, prefigura a Kooning. Cabe interpretar que Poussin y Porbus no ven las genialidades que ve Frenhofer porque está muy adelantado a su tiempo.
En estos tiempos de posverdad, no dudo que alguien podría decir lo mismo del chico chamoy. Yo no, desde luego. Yo, como Schopenhauer, pienso que «La verdad no es una ramera que se arroje a los brazos de cualquiera», y en donde dice «verdad» también se puede poner la palabra «belleza» o «arte». Alguien dirá que los genios siempre han sido escarnecidos por la gente cuadrada, pero yo respondería, como Carl Sagan, que también nos hemos burlado de los payasos. Aclaro que no lo culpo al artista del chamoy, de hecho, lo recuerdo con ternura, culpo a las hordas de curadores, críticos, publicistas, marchands y farsantes contemporáneos que han convencido a los ingenuos que cualquier cosa es arte (sobre todo si la venden ellos). Supongo, aunque nunca lo sabré, que simplemente era un chico intoxicado por la retórica del arte conceptual, que se creyó el embuste de que el arte es tan subjetivo que puede ser lo que a cada quien le dé la gana y por ninguna razón se iba a molestar en aprender a dibujar. En síntesis, su cuadro era un grosería para lo que se ha conocido como arte, desde las pinturas rupestres hasta Jackson Pollock, pero sería incorrecto decir que estaba mal desde todos los puntos de vista posibles; si he de ser justo, también tenía un gran mérito: no funcionaba como retrato de la modelo, pero como retrato del arte contemporáneo era excelente, una verdadera obra maestra.
Fotografía por Ricardo Viana / Unsplash