POR ABRIL POSAS
Hace unos cuatro años nos invitaron a dar una lectura en una biblioteca de Tlajomulco. No asistió nadie porque afuera, en la plaza del centro, era hora del espectáculo de un payaso cómico-mágico-musical que tenía hipnotizado al público alrededor suyo.
En ese momento nos golpearon en el ego, y luego recibimos otros golpes, quizá no 400, pero sí los suficientes para tener bien presente que nosotros, los que escribimos, somos tan prescindibles como las compras que hacemos por impulso en Amazon.
Pero entonces llegó la pandemia y nos puso en nuestro lugar, ahora sí bien acomodados, sobre todo frente a las personas que no escriben y jamás se les ha ocurrido hacerlo porque están muy ocupadas manteniendo el mundo girando. También nos quedamos bien plantados en nuestra silla cuando recurrimos a los libros de otros, porque entonces soltamos la pluma —el teclado, las notas de voz, el muro de Facebook— y nos refugiamos en sus historias. Descargamos novelas, apartamos novedades, compartimos enlaces. Y poco a poco comprendimos que publicar en esta época es un acto de necedad la mayor parte de las veces, aunque también de esperanza.
No porque la autora o la editorial tienen esperanza en que el libro sí se venderá y, por lo tanto, generará las ganancias para pagar sueldos, regalías, impresión, distribución, rentas, comida, arena para el gato, las caguamas del viernes, un aguachile de vez en cuando, quizá una planta que no se muera, recuperar certidumbre. Sino más bien porque los que cerramos la ventana abrimos un libro para acordarnos lo que no vamos a ser, para decirle a los que vienen atrás: «antes, cuando mi generación todavía no se hartaba de los influencers de Instagram, vimos a las mejor mentes transformarse en un producto de sus redes sociales» o «antes, cuando pensábamos que todo era importante, pero en realidad no lo era…» le dijimos adiós a los pantalones, al rastrillo, los cortes de pelo, la idea de un mejor trabajo, a la recuperación de la fe en los políticos, le perdimos respeto a los amigos que se hacen de la vista gorda cuando su gobernante —o aspirante— habla, nos despedimos también con gusto del saludo de beso con recién presentados, aceptamos que quizá no hay tanto tiempo para esperar a que haya más tiempo.
Es decir, hace tiempo, cuando todavía no nos convertíamos en fantasmas que ya no saben cómo comportarse si hay gente presente, hubo escritoras y escritores que publicaron libros, los soltaron de sus manos y cerraron los ojos a la «que sea lo que tenga que ser» mientras este tren mal construido llamado vida se descarrilaba con todos a bordo. Y lo curioso es que los demás necios, es decir nosotros, también lo hicimos a pesar de que una noche en Tlajomulco la población entera dejó bien en claro que prefieren reír con las ocurrencias del comediante del barrio que con los textos de un grupito de narradores, o como sea que se presenten. ¿Quién escribe en pandemia? Quizá los que intentamos un homenaje a lo que no volverá o para amortiguar la caída colectiva, que las páginas al menos sirvan para prender fuego en medio de la revuelta que no nos hemos atrevido a materializar.
Quién sabe.
Al menos los gatos siguen ronroneando al acostarse sobre el pecho de las personas. Eso no es porque siguen existiendo libros, estoy segura: a los felinos no les interesa. Sin embargo, es suficiente para querer escribir otro, y que sea lo que tenga que ser. Acaso nos llegue el momento como el del payaso en la plaza de Tlajomulco, y las cosas que nos persiguen en la cabeza le regresan la sonrisa (la sensación en la punta de los dedos, la energía de caminar de regreso a casa, el recuerdo del sueño favorito: algo, lo que sea que hayan perdido) a un grupo de personas alrededor de uno de nosotros. Se me ocurre, pues.
Fotografía: Christin Hume / Unsplash