POR ALBERTO MENDOZA
Imagina que tomas un libro después de años de no acercarte a esa zona del librero. Lo agarras, lo miras de forma singular, lo analizas como si se tratara de un ente extraño, evaluando cuándo fue la última ocasión que tuviste contacto con ese título. Después de realizar el primer reconocimiento, igual que viejos amigos que han tardado en identificarse en la calle, por fin pasas de la portada y lo abres con esa sensación de que regresas a un lugar nostálgico: esta vez no bajo el amparo del olor a tinta, sino porque se condensan ya los signos iniciales de una antigua relación, alguna gota de café, un golpe al llevarlo contigo al cine, un incidente entre terceros cuando se lo prestaste a tu compañero de clase en quinto semestre… Recuerdos que ahora tienes borrosos debido a la distancia y por la cantidad de lecturas posteriores.
Una vez controlado tu entusiasmo, avanzas de página en página, deteniéndote mínimamente en las palabras, convencido de que aquello es una inspección antes que un abrazo lector. Poco a poco, ante tus ojos agotados por el esfuerzo frente a una impresión desgastada se cruzan trazos horizontales a lápiz, pluma o marcador; surcos que se ciñen al papel y crean una segunda línea tipográfica. Observas que la mayoría de los subrayados corresponden a tu etapa de juventud, así que desciendes sorprendido a estos años, pero aún reticente por saber qué significaron para ti esos párrafos, elegidos además con la atención suficiente para no derrapar el granito sobre la hoja, y que hoy de aquel blanco no queda sino un pardo amarillo.
Sobre estos encuentros, durante estos días me rondó la cabeza por qué remarcar tal o cual enunciado (o serie de enunciados). Acaso frases aleatorias cuyo interés supera al del resto; ideas que muestran una mayor lucidez del escritor, pensamientos sueltos a los que se les intenta dar un reacomodo, oraciones que consideras que te representan dentro de una biografía escrita por alguien más, futuros epígrafes, el ejemplo del sentido del buen humor del autor, o alguna línea que piensas recitarle a tus amigos en la sobremesa horas más tarde y para lo cual esperas dejar en casa el aire enrevesado que te caracteriza.
La clase de subrayado con la que menos compagino es aquel cuya función es más próxima a lo académico: el estudio previo al examen en el que los libros terminan con una raya única y totalitaria que se extiende del prólogo al colofón, y no porque pienses que todo importa, sino debido a que, aburrido seguramente, te entregas a una acción mecánica con la cual queda oficialmente declarado el tedio. Una marca verde y monótona de trescientas páginas después y por fin has terminado.
Sergio González Rodríguez, en Teoría novelada de mí mismo, refiere sobre este «arte de subrayar» como una «expresión previa a la escritura; los subrayados –continúa– son el oficio del lector», quien ha de buscar el diálogo con la obra. En mi caso, puedo decir que en los años de incipiente lector, más que hablar con la obra buscaba primero comprenderla, de manera que los subrayados en aquel entonces obedecieron a incentivar el vocabulario. Mi necesidad de recalcar las páginas de los libros surgió, más que por las ideas que me eran atractivas, porque se trataba de palabras desconocidas para un inocente candidato a las letras universitarias, por lo que al final de la lectura canalizaba todas las dudas destacadas y creaba una lista que completaba luego con ayuda de un viejo diccionario Santillana y una incansable enciclopedia Salvat.

Ahora piensa en la probabilidad de que, en un manejo poco afortunado entre el libro y el lápiz, hace años dejaste una marca en la página sin advertirlo. Difícil definir hoy si se trata de un error de tus manos, o si hubo intención en aquel subrayado. «¿Y qué quiso decir el autor?», «¿y qué quise destacar yo?» Historias accidentadas como ésa debe haber muchas, al igual que cuando la taza de café, al posarse sobre el periódico, dibuja un círculo perfecto sobre una oferta laboral que podría ser dirigida a ti especialmente, tal como si hubiera salido de una novela de Carlos Fuentes. Otra consideración importante al comprar un libro en la librería de viejo es que éste puede ya incluir una lectura delimitada por alguien más, quien se adelantó no solo a experimentar el olor a nuevo, sino que te impone lo que asumió valioso, y que desearás haber sido tú quien tuviera ese privilegio.
Hay personas para quienes hallar los subrayados en un libro es motivo de felicidad por el encuentro que presupone con ellos mismos, atraídos muchas veces por esa forma de ver el mundo de antaño. Para mí, en todo caso, se vuelve un debate, una incertidumbre quizás absurda al intentar descifrar en qué pensaba para hacer ese subrayado, más aún si no se acompaña por una nota al margen. Aunque los subrayados son también sustituidos por banderillas de colores que puedes retirar cuando se esfume tu interés en aquella página o cita, alejándote como quien trata de evadir un regaño en la casa de la abuela luego de tirar alguna de sus porcelanas.
El año pasado, releyendo Un hombre acabado de Giovanni Papini, me encontré (¿reencontré?) con la siguiente frase subrayada: «Toda mi vida en lo sucesivo ha sido así: un eterno ímpetu hacia el todo, hacia el universo, para luego caer en la nada o tras el seto de un huerto; un devenir de ambiciones inconmensurables y de renuncias precipitadas. Esta breve historia de tentativas infantiles es una entre las interpretaciones posibles del secreto de mi vida». Considero que los subrayados están emparentados con esta avidez por saberlo todo, por aspirar a cargar contigo esas palabras que alguien fue capaz de utilizar y combinar magistralmente, pero que, con el paso de los años, al volver a tropezar con el libro, te percatas que aquel influjo ofrece más incógnitas que certezas. Resaltemos esto último.

Fotografías por Alberto Mendoza